martes, 28 de junio de 2022

Mis similitudes con los perros

Lobos domesticados que han renunciado a aullar para intentar hablar, pero de sus hocicos largos sólo salen ladridos. Nadie entiende qué quieren decir, si es que quieren decir algo. A nadie le importa. Tan sólo esperan la caricia o el puntapié. Leales hasta la muerte o quizá por medio de la muerte. Esperando, siempre esperando la presencia mientras se les encierra en minúsculas jaulas o en prisiones un poco mayores en forma de salón. Esperando la caricia o el puntapié.

En esa existencia apática y asfixiante algunos terminan royéndose las patas, con la sangre empapando sus hocicos. Imaginan que así podrán escapar. Estúpidos animales amarrados por un lenguaje que son incapaces de comprender. Algunos acaban rabiosos, pero antes de intentar morder la mano que les da de comer construyen sinfonías de ladridos agresivos tratando de evitar morder, sustituyendo la dentellada por sonidos rabiosos e iracundos. Entonces se les dice que están subiditos. Un perro debería saber cuál es su lugar. ¿No han aguantado sus amos sus dolencias? ¿No les han recogido sus amos la mierda y les han limpiado sus orines? ¿No les han alimentado sus amos? Entonces ¿qué derecho tienen a la rabia? ¿Qué derecho poseen a la protesta y al alarido? ¿Qué derecho tienen a morder? Malditos perros subiditos que no entienden nada y a los que hay que enseñar a porrazos. Espera, perro de mierda, espera a la caricia o al puntapié.

No eres animal ni tampoco humano, perro tonto.

Da igual cuántos acaben sacrificados o abandonados. Da igual si se les encadena a un poste al sol o si se les encierra entre barrotes forrados con alambre de espino. Los buenos perros no pueden, no deben quejarse. Sólo tienen que ladrar cuando a su amo le parezca bien. Los buenos perros dan siempre la patita y obedecen órdenes. Los buenos perros están desterrados de la rabia y sólo deben derrochar alegría por las migajas de presencia que sus amos les brindan. Los buenos perros sólo esperan. Esperan la caricia o el puntapié.

A los amos no les entra en la cabeza que los perros gruñan como un coro de condenados a los que se les está castrando o que ladren con la fuerza de un millón de explosiones para no morder, para evitar clavar los dientes afilados en la carne débil y autoritaria de esos mismos amos. Y en esa tormenta de decibelios animales basta el susurro del amo para hundir ese estruendo en el silencio del que se sabe que ha nacido derrotado. Aún así se les juzgará siempre, se les dirá que están subiditos, muy subiditos. Y, de postre, se les regalará el sarcasmo de que los perros lo hacen todo bien. Los perros no entienden el sarcasmo, pero comprenden demasiado bien la culpa. Una palabra apenas audible del amo basta para destrozar los insultos que esos animales idiotas tratan de recrear con ladridos para defenderse o para reivindicar unos derechos que jamás les han pertenecido.

Espera, perro asqueroso, espera la caricia o el puntapié.

Acaban con la mirada vacía, perdida, en un mundo cuyo sentido siempre les ha sido ajeno. Tumbados en el suelo, con el alma extraída y el carácter drenado. Totalmente eviscerados por un tiempo que pasa 7 veces más rápido que para sus amos y, aún así, siempre es demasiado lento. Acaban con la cola deshilachada en el movimiento automático que los amos confunden con felicidad. Acaban triturados por las órdenes y por sostener el amor. Un amor que ha de ser el que los amos entienden como tal. A nadie le importa qué puede entender un perro sarnoso por amor. Y si son incapaces de dar el signo de amor que el amo entiende, entonces se les castiga, se les reprende, se les maltrata y se les escupe delante de sus orejas gachas y del rabo entre las piernas que están subiditos, que son malos perros, malas mascotas, malparidos. Porque un perro sólo tiene un objetivo en la vida: esperar. Esperar la caricia o el puntapié.

Al final también esa promesa resulta ser falsa. Los perros pasamos la vida esperando la caricia o el puntapié. Sin embargo, esa larga espera culmina siempre de la misma manera. Llega un momento que no hay ni caricia ni puntapié, sino la inyección anónima que nos lleva a la tumba y que los buenos perros también han de agradecer sin ladridos y meneando el rabo. Porque los buenos perros, los perros que no están subiditos y que reconocen que no han hecho nada bien en su perra vida, han de compartir la visión del amo. Esa visión que confunde la inyección que les arrebata la poca vida que aún les queda con la compasión.

Espera, perro de mierda, espera a la caricia o al puntapié. 

Espera, perro sarnoso de los cojones, espera a la caricia o al puntapié, cuando en realidad todos sabemos que estás esperando la inyección.

 

martes, 24 de mayo de 2022

Espirales rotas

Toda boca es un abismo invertido

donde se derrumban las vidas, 

las personas, los lugares

en palabras.

Todo pensamiento, una obsesión

en ciernes tratando de apresar

mitades disparejas, insalvables,

imposibles.

Todo hombre es una infancia

puesta del revés,

una adolescencia asesinada,

una fugacidad que se desangra.

Toda memoria es una mordaza,

todo olvido, una promesa

irrompible de repetición.

Todo terror es hijo del odio,

todo dolor, el aullido imparable

de un agujero a medio cerrar.

Toda nada es siempre todas las cosas.


¿Cómo saber cuándo se cruza el límite

si el borde es tan íntimo como transparente?

¿De qué forma puede establecerse 

la medida del desastre cuando zozobrar

es la única escala?

¿Existe distancia entre delinearse

y deshacerse?

¿Y entre lamentarse y repudiarse?

Si todos los nichos ya están ocupados

¿dónde mueren los silencios?

¿Cuál es la geometría de la rotura?

¿Por qué solo podemos construirnos

cayendo por el acantilado?

¿En qué dimensión deshabitamos?

¿Desde qué llanto nos nombraron?

¿Desde qué exilio nos nombramos?

domingo, 4 de abril de 2021

De rupturas y reencuentros


Infinito es el aura tenue

del cristal que se piensa esquirlas,

de la llama que será incendio,

del dolor anunciando su eco.

Infinito el temblor sincrónico

que nos quema a la vez por dentro.

Infinito el instante que ata

sin nosotros querer saberlo.


Inmortales heridas líquidas

del cariño apagado y yerto,

del crujido inicial del odio,

de la piel que recuerda el hielo.

Inmortal la utopía ardiente

que sangrando en el pecho llevo.

Inmortal el audaz intento

de querernos romper de nuevo.


Imborrable es la densa huella

del amor inventando el cuerpo,

de la pena que olvida su hambre,

de la brasa grabando su hueco.

Imborrable el poema trágico

que nos lanza a los dos al fuego.

Imborrables cenizas grises

que nos vuelven a unir de nuevo.



jueves, 1 de abril de 2021

Sobre la escritura y el amor

 I

Las muertes florecen deprisa

los días que anudo palabras.

El llanto se muere, se mueren

la angustia, los ríos de rabia,

los sustos, la voz del invierno

y a veces también la esperanza.


La luz se marchita despacio

los días que escojo el silencio.

El ansia deslumbra, deslumbran

el tacto, los márgenes lentos

del fuego, los rostros, la lluvia

y a veces también cada pérdida.


Soy preso de todo lo frágil

- calor, decepción y aleteo -. 

Las cosas que fácil se rompen,

dejándome mudo y confuso

- presencia, deseo y amor -, 

empujan a hablar a mis manos.


II

La paz cicatriza en los bordes

de heridas abiertas a tientas

por labios, tropiezos y estrellas.

Desbordan aullando a través

del alma los valles labrados

en sal, los aludes sin brújula

de todo el abismo que somos.

Si errar es el único abrazo

que damos a Dios siendo humanos,

hagámoslo juntos y libres,

caigamos igual que la noche,

callada y repleta de amantes.

Aprieta los dientes y salta,

fudámonos ya. Al final 

a un paso, tan sólo a un paso

del cielo espera el olvido.

miércoles, 28 de agosto de 2019

Destrozos

I

En esta soledad de gasolina
he llegado a confundir espera
con esperanza.
En esta soledad de queroseno
no entiendo cómo mi cuerpo
permanece entero
si siento que algo no cesa
de arrancarse sin anestesia.
En esta soledad de benceno
que me empapa la vida
veo como está cayendo la chispa
que me convertirá en un infierno
de fantasías calcinadas
y carne carbonizada.

II

De sus palabras he construido mi mentira.
Aunque sus actos me chillaran a la cara
la verdad del asunto,
he preferido vivir engañado.
Durante años.
Es terrible cuando se revela que basta una idea
para joderte la vida, para matarte el tiempo.
¿Pero qué pensaba que era el amor?
¿Por qué me he aferrado a que el amor
se encarna en la presencia de alguien?
Ella no tiene la culpa, aunque quiera creer que sí.
La culpa es mía, de mi familia, que me metió
en las entrañas esta idea del amor que a la larga
me ha asesinado,
esta idea que he preferido defender con espejismos
en vez de aprender que no hay el amor
sino amores.
No aprendo jamás que el amor o muere o te mata.

III

Desde pequeño el mundo de los otros,
el que existe fuera de la casa,
me ha mostrado que mi lugar está en ser
la última opción.
La última opción a quien elegir en el equipo
de fútbol, la última opción para quedar,
para recurrir, para besar.
Eso no ha cambiado y no cambiará jamás.
Cristo decía que los últimos serán los primeros
en alcanzar el reino de los cielos.
Tenía toda la razón, porque ahora sé que los últimos
son siempre los primeros en morir.

IV

Había alquitrán en la playa a la que iba de niño,
parasitaba el agua y formaba manchas en la arena.
Recuerdo que se me pegaba en la piel
y mi madre rápidamente lo limpiaba con saña,
trataba de mantenerme limpio, quizá puro.
Pero yo ya era de alquitrán,
oscuro, denso, maloliente, un desecho.
Nadie ama el alquitrán.

V

Tengo vocación de suicida,
pero sólo porque el suicidio me llama.
Si el suicidio tiene mi nombre,
¿qué es esta extraña espera
que los demás denominan vida?
Tengo vocación de suicida,
pero sólo porque únicamente
me han movido utopías,
que sólo es un bonito nombre
para definir a las mentiras.

miércoles, 21 de agosto de 2019

Dos percepciones del abismo

I:

Miraba los chapiteles sin tallar de la muerte, la corona de toda vida. Y se preguntaba si habría olas allí encerradas. Y se preguntaba por qué es siempre la muerte de otro la que importa más que la propia. Y se preguntaba si eso tendría que ver con el amor, si era su causa o su consecuencia, si se podría imaginar una existencia del amor que no estuviera sostenida por la muerte.
El tiempo caía en un chirimiri sin pausa. Empapaba su camisa y su piel, se le metía por dentro hasta licuar su memoria, hasta desplegar todas las sensaciones, todas las imágenes, todos los olores que había visitado sin saber en el fondo qué significaban.
En esa soledad punteada de ausencias que le hablaban miraba los chapiteles sin tallar de la muerte, el culmen de toda vida. Y se preguntaba si habría latidos allí encerrados. Si permanecerían allí los latidos de ella, los de su familia y sus amigos.
Un anciano de treinta y seis años lloraba mientras miraba los chapiteles sin tallar de la muerte.

II:

Le había pedido la música y él no la encontraba.
La había dejado yaciendo en la cama con los ojos cerrados y un rictus de agonía sobre los párpados, saliendo como un loco a buscar la música.
Con la mirada roja de la angustia y en el pecho el aullido silente de la desesperación corrió hacia las partituras sin encontrar la que buscaba. Parecía un vendaval de papel, se derramaban las melodías y la música no aparecía. Había desenfundado los discos, esparciendo vinilos mudos sobre el mundo, y no hallaba la música.
Pasaron dos eternidades en un viaje frenético sin éxito. Rodeado de discos negros y partituras blancas él lloraba inconsolable. Ella se moría y la música había desaparecido. Poco a poco se fue levantando. Le costó un año apoyar la mano en el suelo frío y otro año más coger impulso con las piernas. Se acercó al violoncello nadando contracorriente en el río de aceite que era el sufrimiento.
Volvió a la habitación donde ella permanecía como la había dejado. Tomó asiento a su lado, acarició su frente y abrazó el violoncello. Cogió aire muy despacio, cerró los ojos, desplegó la memoria, apuñaló su corazón y comenzó a tocar.
Tocó sobre el otoño que se conocieron, el momento en que cruzaron la mirada y el nacimiento del tiempo. Arpegió las noches abrazados, el calor de la unión y las escapadas de los fines de semana. El cello vibraba con las discusiones y los reproches, con los colores con los que ella había pintado la casa, con los desayunos diarios y las cenas de celebración. Tocó sobre ella, su sensibilidad y su capacidad de encontrar la belleza en los sitios más comunes. Tocó sobre él, sobre su extravío y su deseo de que ella permaneciera a su lado. Tocó sobre la vida y sobre lo que no volvió. Tocó sobre sus manos entrelazadas a pesar del abismo.
Cuando terminó de tocar pasaba la medianoche y se había quedado vacío. Notó su mano en la rodilla y vio que había abierto los ojos. Ella lloraba en silencio y sus labios esbozaban una sonrisa.
Así dejó de respirar, pues esa música fue lo que le permitió cruzar el umbral de la muerte sin temor.
Con los ojos nublados de dolor, él destrozó el cello contra el suelo y partió el arco con las manos, se arrodilló vacío al lado de la cama y la abrazó.
Ella se había llevado la música.

jueves, 8 de agosto de 2019

Torsiones

I

Alamedas tachonan mis brazos y me tatúan su sombra,
tachado cruzo la vida sobre resplandores apagados.
Me sorprendo todavía al seguir sosteniendo
mi propio reflejo irreconocible en sus ojos.
Espacio despacio los lazos lacios del cartapacio
donde pulsan los proyectos de los desesperados.
No hay recuerdos tallados cuando despertamos,
es la misma pesadilla recurrente la que persiste:
no conozco el lugar, pero ese lugar me invade.

II

Se compone de humo de mármol,
de música astillada en crescendo,
de aguamarinas sin engarzar,
del hiato entre dos idiomas,
del peso de la sombra de mil cipreses,
pero sigo sin entender qué abarca
ese momento en el que nos quebramos.

III

Quiero reinar sobre los agujeros, sobre los abismos,
sobre las espirales vacías de los desfiladeros.
Ahí donde nada puede sostenerse busco mi corona.
Tengo la esperanza de que si gobierno sobre los huecos infinitos,
podré convertirme en tiempo, recordaré todas las primeras veces
antes de que la repetición las apague en el frenesí de lo habitual.

IV

El tacto es una fuga enloquecida,
por eso los ciegos orbitan en torno a un sol
de pieles.
No por pasión se buscan los cuerpos,
sino para mantener los ojos cerrados.
Habría que examinar las causas de la ceguera.
Ciego es el amor, ciega es la ignorancia,
ciega es la tranquilidad.
Sólo existe una calma que soporte la visión,
la llaman serenidad
y ella siempre exige transitar por la pérdida.

V

¿Qué hago cuando digo cadencias esteparias,
nudos líquidos de bramante, relámpagos amordazados?
¿Qué hago cuando escribo trasteros de añoranza,
punzante piedad silente, naufragios ardientes de la luz?
Creo. Creo universos. Universos quebradizos de sonidos
que colapsan sobre otros universos quebradizos de sonidos.
Escribir es abrir el infinito y hablar es iniciar el infinito de infinitos.
Tal vez por eso Lacan creía que el lenguaje
es el verdadero nombre de Dios.
Si hablar es lo único humano, Dios tiene que ser humano.
Dios, que se declina en sangre enamorada,
en linajes perdidos de gorriones, en cuevas partidas de despedidas,
en átomos planetarios, en verdades de vidrio, en sollozos de rocas,
en metal masticable, en universos quebradizos de sonidos
que colapsan sobre otros universos quebradizos de sonidos.

VI

Envolver un látigo con la bajamar
o descubrir el pulso en una huida.
Avanzar desfasado, existir a traspiés,
darse cuenta de que uno vivió
porque algo se ha perdido
y saber que se perdió porque se recuerda.
Hacer un museo de los errores.
No sé si todo eso compone un fragmento de algo,
tal vez del paso del tiempo, quizás de un roce,
desde luego que no de un aprendizaje.

VII

Música, hay música. ¿No la oyes?
Hasta en la decepción hay música.
Sí, sé que no toda música puede bailarse.
Pero hay música.
Escucha,
es la melodía escarchada del adiós,
la fanfarria épica de la hipocresía,
el arpegio retumbante del deseo,
los violines aullantes del valor,
la sinfonía abrupta del amor,
el concierto desesperado de la vida.
Escucha, dentro de mí suenan levemente
las notas en pizzicato de tu nombre
junto a la estática percusión en granizo
de mi nada.