miércoles, 26 de agosto de 2009

La unidad de agudos de psiquiatría (primera parte)

Allí me golpeó.
Con toda la crudeza de la que fue capaz, con todo el peso que rebosaba sus nombres.
Locura. Hospital. Psiquiátrico. ¡Ciencia, joder!
Todas las palabras en ese lugar cobraban un sentido macabro. Paciente, contención, pertenencia, visita, electroshock, científicamente demostrado...
La puerta del ascensor se abrió con el chirrido de una navaja de afeitar sobre mi columna vertebral.
Y entonces las vi.
De hecho, lo que vi fue su ausencia. ¿Dónde estaba la libertad? ¿dónde estaba la dignidad? ¿Dónde diablos estaba la vida? Allí sólo había cadenas, deshonra. Allí sólo estaba la muerte.
El color azul desvaído de los pijamas hacía sangrar mis retinas.
Los pacientes, creando océanos de saliva sobre su pecho, rompían pedazos de mi alma. Lloraban por la boca lo que yo no me permitía llorar por los ojos.
Desterrados, prisioneros de su mente y del mundo. Atrapados en delirios que torturan, en fármacos que licuan las neuronas, en un sistema que les odiaba porque les temía.
Era el Auschwitz moderno, disfrazado con los adjetivos de sanitario y hospitalario.
Pero las buenas intenciones todo lo justifican, ¿verdad?

Eran personas.
Esos muñecos rotos, cubiertos con ropajes carcelarios que ni siquiera eran de su talla. Perdidos en mares de tela, sentían cómo los pantalones se resbalaban igual que se resbalaba su identidad, sus súplicas. Su voz.
Eran personas.
Esas marionetas bamboleantes por la gracia de la medicina. Marcando el paso como soldados ebrios, con la mirada tan perdida como su vida.
Eran personas.
Eran personas.

Atravesé kilómetros de pasillo hasta un despacho angosto y deprimente.
Allí me disfracé.
Mi uniforme me dotó inmediatamente de autoridad y respeto, de poder y conocimiento.
Bata blanca.
Era un ángel.
Mi autoridad se basaba en un mito, como la de los ángeles.
Mi conocimiento era falso, como los ángeles.
Mi escudo blanco me hacía intocable.
Ya pertrechado me reuní con el resto de nobles caballeros, unidos en la causa común de derrotar a la locura, a la enfermedad mental.
Gloriosos paladines de la ignominia.
Sentados en nuestra versión de la mesa redonda debatimos la estrategia, las víctimas del enemigo.
Allí comprobé que el poder mal entendido hace estragos en el sentido común, en la buena voluntad de las personas.
A partes iguales la corrupción y la ignorancia se disputaban la supremacía, el humillante derecho a decidir por los demás.
Yo era novato. Mi cometido siempre fue ver, oir y callar. Y sin embargo, hace poco tuve que entrar en acción.

¿Quién era yo para quitar la libertad a una persona? ¿Quién era yo para atarla a la cama?
¡Lo desconocido tiene que controlarse a cualquier precio!, eso gritaba la cultura.
En mi torpeza creí que mi cometido era comprender. En mi inexperiencia pensé que mi trabajo era señalar el camino, no empujar, no obligar a caminarlo.
Por lo visto me equivocaba. Llegó un punto en que la lucha entre mis principios y la realidad que estaba viviendo se tornó trágica.
Ahora lo que estaba en juego era mi propia cordura.
¿Rebelarme y perder? ¿Acatar y sufrir?
Vencieron mis miedos.
Actué como ellos. Era lo más fácil. Renegué de mí mismo.
Impartí órdenes y las justifiqué como ellos.
Me reí de la desgracia de los pacientes y les critiqué como ellos.
Sólo había una diferencia. Ellos CREÍAN que estaban en lo correcto, CREÍAN que ayudaban, yo sabía que no era así.
Sabía que su ceguera degollaba.
Y sin embargo, arrebaté libertad ajena, invadí el lado más íntimo de la otra persona, amenacé, obligué, desafié.
¡Lo hice, maldita sea! ¡Aún lo sigo haciendo!
Sólo espero que la sensación que a veces me golpea en el pecho al actuar como ellos tenga otro nombre que no sea el de disfrute, que no sea el de placer.
Mi única esperanza es que creo que aún soy capaz de admitir mis propias limitaciones, que creo que aún puedo decir NO.
Porque puedo ¿verdad?
¿VERDAD?

sábado, 15 de agosto de 2009

¿Totalicracia o demolitarismo?

La inmensa mayoría de los nacidos en regímenes democráticos repudiamos la dictadura, escupimos en esa carnalidad fascista de uniformes, desfiles y armas.
La totalidad del hemisferio occidental gritamos orgullosos con el pecho henchido las virtudes y ventajas del "gobierno del pueblo".

A veces llegan a nuestros anodinos televisores imágenes del funcionamiento dictatorial (China, Países Arabes, algunos Latinoamericanos...) Y piensamos cosas como "qué horror", "a ver cuándo espabilarán", "menos mal que nosotros logramos salir de eso"...

¡Ay, amigo! Pero el núcleo es bastante más complejo que afirmar que la dictadura es mala y la democracia buena.
Los términos que conllevan juicios morales positivos o negativos surgen por comparación y referencia.
La democracia es buena comparándola con la dictadura y en referencia a una serie de valores morales y sociales que el grupo en el poder democrático concibe como positiva.
La dictadura es mala comparándola con la democracia y en referencia a una serie de valores morales y sociales que el grupo en oposición de la dictadura considera como negativa.
Este razonamiento, obviamente, también puede hacerse a la inversa y quedaría moralmente justificada la bondad de la dictadura respecto a la maldad de la democracia.

Sin embargo, no interesa aquí qué sistema político o de gobierno es mejor o peor y por qué. Lo que interesa es algo diferente. El razonamiento anterior es un ejemplo de cómo se solapan ambas formas de poder, aparentemente opuestas.

Mucha gente puede estar de acuerdo en la afirmación de que la dictadura es una forma de democracia.
Hay muchísimos ejemplos. En España con el régimen franquista se celebraban elecciones, al igual que con Pinochet en Chile y otros dictadores en otros países. Hitler consiguió su mayoría absoluta democráticamente.
Algún purista podrá criticar esto afirmando que la democracia se diferencia de la dictadura en la idea de tener elecciones libres con sufragio universal. Rebatiré esta idea más adelante.
A efectos prácticos, la dictadura es una forma de democracia. Una forma viciada y enquistada, pero una expresión de la democracia en su máximo extremo.

Bien. Quizá entonces se podría afirmar que si la dictadura es una forma de democracia, la democracia es una forma de dictadura.
Una forma más sutil y evolucionada, pero que fomenta exactamente lo mismo que una dictadura.
Para mostrar el continuum bidireccional entre democracia-dictadura mostraré un ejemplo a mi juicio clarificador. El gobernante actual de Venezuela Hugo. Ch.
Este hombre, que accedió democráticamente al poder, va camino de una dictadura al tratar en numerosas ocasiones de convocar elecciones "libres" para conseguir el puesto vitalicio de gobernante de su nación.
En el camino opuesto tenemos nuestro propio gobierno. En los años 70 la figura del Rey, elegido por Franco como institución que continuaría su régimen. Desde una dictadura se llegó a una democracia (sin excesivo derramamiento de sangre).

La democracia alienta los valores dictatoriales: Permanencia en el poder a toda costa, nepotismo, mantenimiento de riqueza y pobreza en la misma proporción y en el mismo status, censura, uso del poder político para desequilibrar la balanza de la justicia... De hecho es lo que se denomina Dictadura Constitucional, pero aún más sutil.
En la democracia no hay elecciones libres con sufragio universal. Por ejemplo, en el modelo que hemos seguido, el estadounidense, no todo el mundo puede votar.
Además, ¿qué entendemos por libertad? ¿Elegir a uno de los dos partidos mayoritarios que en el sistema bipartidista financian sus campañas propagandísticas con fondos públicos? En la dictadura puedes elegir entre votar o morir. En la democracia puedes elegir entre votar y que tu voz no se oiga o no votar y que tu voz no se oiga.
¿Dónde está representada la minoría? Simbólicamente, si se logra un escaño, sólo servirá de títere y de apoyo en elecciones políticas que no suelen beneficiar a la inmensa mayoría de la población.

La democracia, como buen sistema burocrático, se retroalimenta a sí mismo, se autorregula y censura posturas de desequilibrio que puedan poner en peligro a sus dirigentes o su estructura.

A los democráticos les invade un latigazo incontrolable de lujuria cuando alguien cita la "libertad de expresión" tan propia de su regimen. Y sin embargo, si el discurso que uno expresa no está en consonancia con los valores del momento y la opinión de la mayoría, acaba culturalmente desterrado y socialmente devastado. Como en la dictadura, pero peor porque no muere, sino que muere condenado a seguir viviendo, aislado, ridiculizado.

Hemos logrado parir un sistema político maravilloso. Dicho sistema es capaz de pintar la utopía, de vender valores sólidos y apetecibles, de aparentar encarnar la verdadera, la auténtica libertad. Y al lograr vendernos eso, que nos utilicen, nos denigren, nos ninguneen, nos ignoren (como en las dictaduras), nos da igual, porque no lo notamos, porque han logrado construir un auténtico Matrix en nuestra realidad.
Además, en el fondo, sabemos que desconectarse y ver lo que esconde esa aparente dulzura es muy doloroso.

Somos hipócritas, como el sistema.

¿Democracia o totalitarismo?

Pero si es lo mismo, ¿no? No. En la democracia las consecuencias y el funcionamiento están tapados y ocultos, por eso es más peligrosa.

domingo, 9 de agosto de 2009

Entre los mitos de la familia

Y me entra una incomprensible melancolía.
Un espectro del recuerdo de épocas pasadas, que no viví, pero que parecían más sencillas, quizá precisamente porque no las viví.
Me da la impresión de que esas épocas parecen más reales.
Creo que porque no había tanta electrónica para captarlas. No había teléfonos móviles, ni videocámaras, ni internet. Las fotos eran en blanco y negro y los libros tenían ese encanto especial de las antiguas imprentas.
Pienso que eran más reales porque sólo se veían con los ojos de quien las vivía.

Ahora la realidad es un monstruo de mil ojos, cada uno viendo algo diferente de la misma nada.

Y allá a lo lejos, en la periferia de mi memoria, veo la habitación de esa casa de pueblo, antigua, misteriosa. Con todo por descubrir. Repleta de garrafas de aceite para hacer jabón, de libros antiguos ya desencuadernados, de baules de ropa para trabajar en el campo.
Y veo a mi abuela respondiendo que la guerra fue muy mala a la pregunta curiosa de un crío inconsciente. Me veo acompañándola al corral y veo los conejos, los perros, las gallinas y los pavos. La vida y la muerte, la jaula y el mar.

Me veo envuelto en las brumas de una infancia no saboreada.
Me veo surgiendo de orígenes sencillos. Campesino en el alma, obrero en los hechos. ¿Cómo no me va a gustar el rojo cuando he nacido de la sangre y me he definido en un atardecer que ahora empieza a amanecer?

Pero están los mitos familiares. Las figuras ensalzadas como los cristos de cada casa. Idealizados y, precisamente por eso, mutilantes y condenatorios, porque el amor real muerde besando y acaricia apuñalando.
En esos mitos se engloban lo que uno DEBERÍA pensar y sentir, lo que uno TENDRÍA que hacer, como uno HABRÍA de ser.
Pero son inalcanzables.
Porque sólo son ideas.
La persona que las representaba murió (real o simbólicamente) tiempo atrás.

Soy mitad campo, mitad mar. Cargando las cruces de mis mitos, huí, como la inmensa mayoría.

Entre la austeridad y la apariencia, el trabajo y el honor, la tenacidad y el riesgo, la lealtad y la discreción, trato de sobrevivir.
Trato de reconocerme entre esos mitos y mi lujuria, mi pasión, mi inconformismo, mis miedos.

Todo mi ser es un síntoma que carga con todos los DEBERÍA de mi familia, y a la vez intenta expresar lo que REALMENTE contiene.
Paradójico.
Tenso.
Contradictorio.

Doloroso.