miércoles, 21 de octubre de 2009

Las tres formas humanas de enfrentarse a la muerte

Me inclino a pensar que la primera fue la religión. Sus dulces palabras dibujando un ente divino que ordena el universo, el tiempo, cada vida individual. Bonito, maravilloso, pura armonía tranquilizadora.
Creo que la religión entra mejor cuando uno es inocente. Con su bello discurso vistiendo el alma desnuda del hombre, facilitándole el sentido a una vida recién descubierta y tan fácilmente consumida, perdida.
Ella, que pone todo fuera, que explica, en menor medida la alegría y en inmensa mayoría las desgracias, por una voluntad superior incontrolable a nuestros ojos terrenales.
Y su promesa del premio prometido a la obediencia dedicada de toda una vida. Ese cielo, ese Valhala, ese Nirvana, esa Felicidad. Intangible como los suspiros, anhelada como los deseos.
Por eso me inclino a pensar que la primera forma humana de enfrentarse a la muerte desde que adquirimos conciencia de ser fue la religión.

Mi intuición me dice que la segunda fue el arte. Como dioses tratando de moldear una pizca de nuestra alma con barro en esculturas, con colores en lienzos o con versos en poemas.
Poniendo fuera algo interno, para que no muera todo con nosotros, para que nos recuerden.
Pero el tiempo y la historia siempre juegan malas pasadas; y se acaba recordando la obra, no el artista; se acaba recordando el nombre, no la vida; la cultura, no la persona.
Sin embargo, algo en nuestro interior nos grita que creemos. No nos basta crear vida (como hace el resto de la vida animal y vegetal). Eso es poco. Tenemos que petrificar nuestra esencia en símbolos de tela, de tinta o de tierra. Y así nos comprendemos, nos explicamos y nos convertimos en lo que no podemos ser para evitar la muerte.
De todo arte, el más humano ha sido siempre la música. Que sólo existe si alguien existe para tocarla, para escucharla. La música es movimiento porque la vida es movimiento.
El núcleo más interno de la música no se puede encerrar en la blancura pautada de una partitura.
Creo que el resto del arte intenta que nos convirtamos en dioses. Trata de parar con un grano de arena, la marea de negrura que es la muerte. Pero creo que la música es el único arte que intenta recordarnos que somos humanos, el único arte que muere con el músico, con el oyente. El único arte efímero y, quizá por ello, auténtico.
Por eso mi intuición me dice que la segunda forma humana de enfrentarse a la muerte desde que adquirimos conciencia de ser fue el arte.

Sé que la tercera fue la Filosofía. Que quiso responder a la religión mostrándole que hay cuestiones que no pueden ser explicadas sólo por la fe. Que quiso enseñarle al arte que el desorden caótico del alma humana reflejaba todo lo que de perecedero e inmortal hay en el cosmos.
La Filosofía, que se empezó a cuestionar el propio cuestionamiento racional, religioso, artístico, natural y humano. Que sólo preguntaba y muy pocas veces respondía.
Ella nació siendo una y tuvo que divirse casi hasta el infinito para tratar de responder a las tres preguntas clave. Ahora parece que tenemos un problema y, debido a las divisiones ¿necesarias?, casi no recordamos esas tres preguntas cruciales.
Pero seguimos en la brecha.
La Filosofía, que trata de poner un límite al universo, un límite al conocimiento, al pensamiento y al lenguaje, y que poco a poco va descubriendo que sólo hay un único límite, común para todos. La muerte.
La Filosofía habló por la boca de Bataille y le hizo decir que la muerte es algo que desconocemos y, además, pensar sobre ella tampoco nos ayuda a conocerla, por lo tanto es el límite entre el saber y el no saber.
¿O entre el saber parcial y el saber completo? No sé, pues nadie ha vuelto jamás para aclararlo.
Por eso sé que la tercera forma humana de enfrentarse a la muerte desde que adquirimos conciencia de ser fue la filosofía.

jueves, 15 de octubre de 2009

¡Maldita Epistemología!

Vale. Cada vez entiendo más a Kenneth Gergen cuando habla (adoptando una posición posmodernista) de la deconstrucción de los conceptos y de la eterna duda (que creíamos haber eliminado con Descartes)que surge a partir de ella.
Una vez más he sido puesto delante de mi ignorancia.
Mis influencias epistemológicas son recientes y paupérrimas (Morin, Foucault, Gergen...), por circunstancias ambientales me he tenido que poner en contacto con un representante muy relevante y capacitado del otro bando epistemológico (escuela inglesa, esencialismo y no-reduccionismo anglosajón).
Y entonces mi mundo se desmorona.
No estamos hablando de conceptos que puedan ser demostrados empíricamente, sino de ideas (casi me atrevería a decir axiomas) donde se origina todo paradigma teórico-científico y su inevitable praxis. Con las consecuencias que en la realidad individual y social conllevan.
Me resisto a abandonar las maravillosas ideas de Foucault sobre las estructuras de poder y su ansia de perpetuidad, así como la tremenda concepción de Morin respecto a la auto-eco-organización de un sistema y la necesidad de una racionalidad auto-crítica.
Esos autores enlazan, de algún modo, con la Poesía; la literatura y la filosofía se conjugan, así como los aspectos sociológicos y psicológicos subjetivos que (ya cojeo de ese pie) el psicoanálisis siempre ha defendido.
El problema es que del otro lado también hay ideas encantadoras (el concepto de intencionalidad y estados mentales, la crítica constructiva al biologismo reduccionista, el intento para mí aparentemente infructuoso de conjugar la postura posmodernista con la esencialista...)
Si no hay nada a lo que uno se pueda agarrar, debido a que no hay datos (sino captos), si partimos de ideas indemostrables porque están dadas por supuestas (podemos demostrarlas en otro sistema de ideas que a su vez tendrá su brecha lógica), ¿cómo decide uno qué opción es la más adecuada?
En mi mente no para de bailar la premisa esbozada por Freud y desarrollada por Lacan que afirma que la actitud terapéutica al final no es más que la adopción de una postura ética.
¿Pasa eso con la asunción de una cierta posición epistemológica?
En el fondo, creo que sí.
Que si no tienes nada a lo que agarrarte, tus principios morales y éticos (influidos por tu mayor o menor conocimiento del tema, biografía y variables sociales y biológicas que, lamentablemente, nunca podré determinar)son lo único que te queda para tomar una decisión.
Cualquier decisión.
Supongo entonces que habrá que desempolvar el desarrollo ético desde la Filosofía Clásica Occidental hasta nuestros días, junto con otros desarrollos filosóficos que, no por ser menos conocidos son menos importantes (Filosofía Oriental, Africana, de cualquier tipo).
No creo que eso nos resuelva la incertidumbre, pero al menos es un sitio por donde empezar a intentar no llevarnos por la corriente de nuestras dudas.
Como decía Morin:
"Quizá haya que empezar a plantear un conocimiento más completo pero menos cierto y olvidarnos de un conocimiento más cierto pero incompleto".

miércoles, 7 de octubre de 2009

El Statu Quo

La naturaleza, Dios, el azar o el puñetero minotauro de Creta dotó al hombre con el regalo de la simbolización.
Con ella vino el inmenso poderío de dar valor subjetivo a objetos externos. Al principio fueron objetos básicos para la supervivencia, nimiedades como comida, refugio, abrigo, fuego...
Pero el ser humano tiene que distinguirse de sus semejantes para (valiente excusa) mantener su individualidad organísmica y cultivar egoístamente la perversión de su narcisismo primario. Por ello comenzó a valorar cosas que sólo eran necesarias para su onanismo ególatra. Y así se empezaron a valorar las sedas que no abrigan, pero cuyos colores son bonitos, fríos metales como el oro y la plata que no se comían pero cuyo cálido brillo helaba poco a poco el alma, pedruscos coloreados semitransparentes que no evitaban la muerte pero que habían de ser bautizados con nombres regios como esmeralda, diamante o rubí para no desmerecer al que los portaba...
Y muy pocos podían participar de los lujos y comodidades que poco a poco aparecían, ya que si no, se corría el riesgo de admitir que se era igual que el resto, se corría el riesgo de joderse la autoestima.
La exclusividad sólo tiene sentido en solitario.
La exclusividad es para los especiales.
Los elegidos de Dios.
Los nobles rellenos de sangre azul.
Los prohombres que dan trabajo esclavizando.
Los líderes imprescindibles sin cuyo gobierno el mundo se va al carajo.
Ellos jamás fueron del montón, aunque salieron de él, aunque de él depende su existencia.

Ojo, hay dos polos. ¿Qué pasa con el montón?

Siglos atrás se tenía la excusa del analfabetismo y la ignorancia para depositar el poder en otros seres que se vendían a sí mismos como dotados de la información y las agallas necesarias para tomar el timón de vidas que, en el fondo, consideraban completamente prescindibles y despreciables.
¿Pero ahora?
A medida que la sociedad se ha ido complejizando, el pequeño grupúsculo en el poder ha tenido que ir tirando migajas al perro de la plebe, entre ellas la educación hasta un cierto nivel. Curiosamente el necesario para creer que se entiende y se es libre, pero no tanto como para engendrar toda una turba de críticos sociales e inconformistas.
La cuestión es que desde que se inventó el comercio, el mundo está gobernado por un diminuto clan en la cima que dicen hablar por la inmensa mayoría, que administran los recursos, que deciden qué nación vive y qué nación muere.
Hemos tenido decenas de cientos de años para que ese clan permanente (que como buen sistema se retroalimenta y autorregula) complejice la vida y se lo monte de tal forma que nos hacen creer que pensamos nosotros cuando en realidad piensan ellos.

Estamos en crisis, por lo menos en el hemisferio occidental (en el otro siempre se está en crisis). Es un momento peligroso porque la gente puede tomar conciencia de lo podrido e inútil que es el gobierno y la estructura social.
Hay que evitarlo, pero ¿cómo? Con un golpe maestro digno de toda alabanza.
El sistema social posibilita, en esencia, dos salidas.
La primera, violenta, consiste en el suicidio, ya se encargarán los expertos en salud mental de encontrar alguna palabra vacía que mienta para decir que la causa estaba dentro en vez de fuera.
Tocándose en este punto, está la segunda. Menos violenta y bastante más aceptada socialmente.
Acuda usted a su psiquiatra o a su psicólogo.
Usted está triste, nervioso, no puede dormir. Usted tiene un trastorno mental (de origen biológico, no le quepa duda).
Bonita forma de decir que la falta de trabajo, la imposibilidad de hacer frente a los pagos, los deshaucios del domicilio, el hambre brutal que acecha por no poder COMPRAR comida... no influyen en la persona.
Así las estructuras de poder se mantienen en el mismo y se justifican (precisamente eludiendo la responsabilidad) y así permiten que la persona también se desresponsabilice (al fin y al cabo es un enfermo).
Así se convierten la psiquiatría y la psicología en armas de control social al servicio de un gobierno viciado y oxidado que prefiere la agónica muerte de su creador antes que ceder un ápice, fuera de toda ética, de toda moral.
La psiquiatría y la psicología se prostituyen. Mantienen el statu quo de riqueza y pobreza.
El psicoanálisis perfiló ésto, Foucault lo chilló para el que quisiera escuchar y la humanidad lo viene sufriendo desde que, por miedo, varias personas se juntaron y perdieron un poco de libertad (ahora esa pérdida crece exponencialmente).

Basta.
El Statu Quo siempre se mantiene por dos partes. Sabemos (o deberíamos saber) que el poder va a manterlo a pesar de nuestras vidas y nuestras almas (sacrificio glorioso), y encima intentarán hacernos creer que es nuestra elección.
¿Pero lo es?
Nosotros, el montón, ¿queremos mantener el Statu Quo?
¿No ha habido ya suficiente violación de nuestros valores como para devolver el golpe?
Si ellos pueden incitarnos al suicidio, nosotros podemos asesinarles.

REVOLUCIÓN, JODER. No revolución comunista, ni fascista, ni grupal.
Revolución interna e individual.
Estoy convencido de que si uno se gobierna a sí mismo jamás puede hacerlo tan mal como esta parodia de democracia lo hace con nosotros. jamás. JAMÁS.