viernes, 24 de julio de 2009

Atravesé millones de estrellas abrasándome el corazón en cada una de ellas.
Me ahogué en océanos de lágrimas habiendo llorado cada uno de ellos.
Para llegar a... nada.
Para sentirme... vacío.
Dependiente de cada una de las personas a las que consideré valiosas, pero disfrazándome de independencia, de una fortaleza hueca.

Tras incontables modelos sociales de héroes, de resistencia y abnegación, de superación, de seguridad inquebrantable y autoestima inflexible, de resolución y adaptación y éxito y admiración... Me encuentro a mí mismo.
Antítesis de todo, reverso oscuro del ideal. Un niño consciente de que lo es y no debería serlo.
Físicamente autorrechazado.
Moralmente automutilado.
Espiritualmente autocompasivo.
Y en mi autocastigo encuentro mi salvación y mi condena.

Engarzada en azul está mi desesperanza.
Y mi alma es un fundido inevitable hacia el negro.
Alienado en el sentido espiritual y social.

No soy nada, tampoco soy nadie. No quiero serlo, de todas formas ¿o sí?
Apagado en la incomprensión que he creado y que estaba antes que yo.
Sólo quiero gritar de pena, llorar de rabia, expresar emociones culturalmente prohibidas.
¿Es que necesito estar a punto de morir para sentirme vivo? ¿Qué estoy buscando? ¿Qué pretendo encontrar? ¿El cariño de los otros, el respeto de mí mismo, el éxito social? No lo sé, quizá todo, quizá nada en absoluto.

Me disuelvo en una elegía inacabada.
Me recreo en la indiferencia de mi mirada (escudo de lo muchísimo que me importa lo invisible).
Me retuerzo en un espasmo indescriptible de sentimientos, de ideas decapitadas antes de ser habladas.

Trastornado, imposible, retorcido, mentalmente enfermo.

No tengo lo que quiero y eso me hace fracasadamente dependiente.

Estoy roto por dentro otra vez, pero la cuestión es ¿he dejado de estar roto alguna vez?

No No No No No No NO NO NOOOOOOOOOOOOOOOOO.