jueves, 18 de marzo de 2010

El por qué del idealismo

En esta época de pragmatismo forzado, de deseos ligados a ipods, videoconsolas y coches caros con gps se usan con ligereza dos palabras hermanadas: idealismo. Idealista.
Probablemente si se pregunta al común de la gente sobre el significado de idealista, responderán que es la persona que persigue una idea o ideal.
No es desacertado en absoluto y sin embargo creo que es incompleto, ya que se dice lo que es, no el por qué se es.

Casi seguro que el atributo más humano de la persona después del lenguaje sea la curiosidad.
En la curiosidad se funde esa pequeña necesidad imperiosa que es la de otorgar sentido, orden o coherencia a las respuestas de los millones de "por qués".
Teniendo esto en cuenta, la persona va viviendo y la vida se suele enmarcar entre el deseo y la pérdida. El deseo que incita la curiosidad y la pérdida que trata de ser paliada por la necesidad de dar sentido.
Entonces, uno va sufriendo unas pérdidas y decidiendo otras.
Es altamente posible que si uno es capaz de seguir con libertad el hilo de su pensamiento y sus emociones, si es capaz de relajar la censura autoimpuesta a su inconsciente, llegue a un punto existencial determinante.
Uno se da cuenta de que la vida sólo propone, a fin de cuentas, dos salidas (tres si contamos la muerte). O bien uno se implica en algo (o en alguien) dejando parte de su esencia en proyectos o personas que, tarde o temprano, se acaban, se extinguen, mueren o se apagan dejando un hueco que llora sangre, o bien uno no se implica en nada, aliviando a corto plazo la angustia que siempre supone la pérdida (y por tanto, la vida), pero al precio de una autoalienación que comienza con una desidia y una apatía desnaturalizadoras y finaliza en un aislamiento brutal que sólo deja ver la nada deshumanizada de la que se compone el mundo cosificado, sin deseo ni color.

Es en este punto biográfico común, no por las circunstancias (que difieren según las vivencias y experiencias de cada cual), sino por el sentido ambivalente y desgarrador que encierra, donde sólo puede aparecer o el hombre (o mujer) apuñalado por la banalidad de la existencia o el idealista.

El hombre (o mujer) apuñalado por la existencia, a la larga, deja de saborear, puede incluso llegar a dejar de sentir si es que antes no se ha suicidado. Sus decisiones son superficiales y carentes de pasión y orientación. Se pierde a sí mismo en el abismo de objetos que antes eran recubiertos por las palabras. Esas mismas palabras que abrían la brecha de la incertidumbre y motivaban la curiosidad y el deseo. Resuelve el problema con una certeza no delirante y, precisamente por ello, más condenatoria. Ya no espera nada. Por eso acaba verdaderamente desesperado. Sólo se puede ver el gris cuando sólo se mira el vacío exclusivamente. El alma sólo puede volverse gris cuando se ha visto (o creído ver) todo, todas las cosas o todos los todos de la cosa.

En el otro extremo surge el idealista. Teñido las más de las veces de una fatalidad no por ello exenta de vitalismo.
Ese hombre (o mujer) que tanto gusta Reverte de incluir en sus novelas. El que se bate hasta el final porque ni hay otra cosa que hacer, ni elegiría otra si la hubiera.
El idealista surge porque en aquel punto existencial decidió lanzar un órdago de emociones anticipadas a la pérdida. Las pierde de antemano sin llegar nunca a tenerlas.
Da la impresión de ser un rebelde sin causa, o de que lucha por una causa perdida.
El idealista es Cyrano diciendo "¡Es más bello cuando se lucha inútilmente!".
El idealista es la persona que saca a la luz lo prohibido, que dice lo que no se puede decir.
El idealista es el que tomó la decisión de implicarse con todo su ser (a diferencia del hombre apuñalado por la existencia que eligió no implicarse jamás con nada).
Al idealista siempre le recubre cierto amargor, puesto que también llegó a ver el vacío, pero en lugar de callarse, intentó llenarlo con pensamientos, con ideas, emociones y palabras.
Por eso el idealismo si llega en la juventud otorga fuerzas y cohesión al mundo interno y, si llega en la madurez, hace florecer el alma en una policromía de crecimiento y posibles caminos para la realización, aunque ésta sea lo menos importante.
Los objetivos no importan, los proyectos no importan. Sólo importa el camino que acaba llevando a ellos, la idea que los recubre y con la que, inevitablemente, uno acaba identificándose y definiéndose.

Pienso que de ahí surge el idealista. No se trata únicamente de que persiga una idea o ideal, sino del sustrato ético que sostiene esa persecución.
Esa ética que sólo se desarrolla luchando contra la mayoría, hablando a oídos sordos, predicando en el desierto.
El idealista no quiere alcanzar la idea (aunque él mismo crea que ese es su objetivo).
El idealista lo que quiere, es encontrarse a sí mismo.

domingo, 7 de marzo de 2010

Nunca he querido competir

Nunca he querido competir.
Los triunfos de los demás son mis derrotas. Mis triunfos son mis derrotas. Mis derrotas son mis derrotas.
Nunca he querido competir.
Aunque fuera inevitable, inherente a la vida.
Nunca he querido competir.
Quizá para no explicitar el fracaso que late implícitamente dentro de la totalidad de mi ser.
A veces he pensado que no he querido competir porque eso me hacía diferente al resto, porque definía mi individualidad de una forma honorable. Pero, como toda moneda, tiene dos caras.
Nunca he querido competir por mi inseguridad manifiesta y ocultada. Por mi falta de talento. Por mi incapacidad para hacer frente a la autoridad. Por protegerme de mostrar mi fragilidad y mi incompetencia ante ojos ajenos. Por el miedo estrangulante a perder lo que aún no había ni habré ganado.

Llevo meses, quizá años, tratando de asumir las consecuencias de mi decisión. La soledad desoladora que me rodea y me atraviesa.
Dije alguna vez que los idealistas (entre los que me incluyo) eran peligrosos. No peligrosos para el bien social (ese es tristemente inamovible), sino peligrosos para ellos y los que les rodean.
El idealista acaba solo. Desterrado o esquizofrénico. Tanto monta monta tanto.

Y poco a poco abro los ojos ante la pérdida de una infancia demasiado fugaz como para haber podido atesorarla. La realidad que elijo no es otra que la del sarcasmo y la ironía, la que muestra en un impudor desangelado la crudeza que exige la vida como precio, la crueldad que la conciencia devora para mantenerte cuerdo (o loco).

Yo rehuyo la muerte y la vida me evita.
En un limbo de palabras desgajadas se instaura mi mundo, mi realidad que es cada vez más consciente de la pérdida que sufro.
Entre la silueta de una sombra disfrazada de mí pulsa una y otra vez, en un requiem de voces, la agonía que sólo puede ser producida por una afonía voluntaria.
No se puede decir todo.
No se debe decir todo.
Porque si se dice todo, entonces el mundo deja de existir. O tú dejas de existir. Tanto monta monta tanto.

Nunca he querido competir.
Lo cual no es óbice para estar vacunado contra los efectos de la comparación. Inferior a los que supuestamente eran tus iguales.
El miedo toma cuerpo. Se hace verdad. El temor a ver desde fuera el infierno melancólico que siempre vomito hacia dentro.
Un paso más hacia la muerte.
Un paso menos hacia la meta.

lunes, 1 de marzo de 2010

La podredumbre también tiene olor dulzón

Hablaré del cambio. Del imposible y del ilusorio. De la tremenda dificultad que han (estamos) sembrado (sembrando) para conseguirlo.
Hay un susurro encerrado en mi corazón. Con la sístole auricular se libera empapado en sangre, llega a mis pulmones y junto con la inspiración va subiendo por mi garganta, engordando entre mis cuerdas vocales. Al final, con la expiración, el susurro ya no es tal, sino un grito inmenso. Un grito Universal.
Ese grito tiene el sabor de una pregunta desesperada.

¿Qué ha pasado? Pasé mi infancia entre Bastian y Fujur y, en clase, la pasé escuchando loas y parabienes a la democracia. En las noticias seguían sin creerse que ya no hubiera un dictador. Cada cuatro años pareciera como si el mismo Dios fuera a bajar del cielo, colas kilométricas en los colegios electorales, calles empapeladas de fotos de los futuros mesías... Casi era un pecado no ir a votar.
Y mis padres inculcándome el trabajo que costó el "voto libre", "la constitución", la fortuna que toda mi generación había tenido de no haber padecido una represión dictatorial que robaba muchas veces el alma y, algunas, hasta la vida.

Ahora soy adulto. El único pasado que conozco es el que he vivido y el presente que toco no es nada agradable.
Después de reflexionar durante años, al final sólo llego a una conclusión lógica que no por obvia deja de ser ominosa: El sistema está pervertido.
¡Oh, qué novedad!
Sí, el sarcasmo es mi religión. Sin embargo, la diferencia está en que siento en mi interior la perversión exterior.

La generación anterior presume de su lucha en la sombra y de los objetivos logrados. Y no dejan de recordarnos lo muchísimo que les debemos (bien sea literalmente a través de sus palabras, bien sea a través de series televisivas que nos cuentan el pasado según un único prisma, o mediante películas que recrean la vida de personajes ilustres a la hora de la transición).
Como somos muy bien educados les decimos "gracias". "Muchísimas gracias por obtener una libertad que no es más que la perversión de vuestras ilusiones y la ilusión de vuestras perversiones".
Qué suerte hemos tenido de no padecer una represión dictatorial... Sí, una suerte condenada.
Es lo prohibido lo que da el aguijonazo a la motivación, lo que hace que el deseo se forme y reivindique.
Es la norma visible y bien delimitada (impuesta las más de las veces) la que hace que busquemos un cambio, la que nos otorga la necesidad de libertad y los ideales sociales.
Eso lo tenían nuestros padres con la dictadura. Lo prohibido, la norma inquebrantable. Y, por tanto, el deseo crecía y crecía, las ansias de libertad formaban ideales que prometían utopías verdaderas.
Lo simbólico encauzaba lo real y lo imaginario en la forma más sana de neurosis.
Cuando murió el dictador, los ideales eclosionaron.

Y nos dejaron los despojos y lo aborrecible.
El movimiento pendular siempre es extremo. De un lado hemos pasado al otro.
Tratan de convencernos de vivir en una sociedad que es la opuesta a una dictadura. Y lo es. Lo es porque en la dictadura no se permitía nada, pero ahora se nos permite todo. Eso es la democracia y el capitalismo y el libre comercio y la sociedad del bienestar. La permisividad absoluta. No hay normas (sólo sombras de normas en forma de leyes). El deseo es libre de ligarse al objeto que quiera cuando quiera.
Los grandes artistas y los grandes filósofos coinciden en que los extremos se tocan. Es decir, nada es todo y todo es nada.
Todo está prohibido (nada está permitido): definición de dictadura.
Todo está permitido (nada está prohibido): definición de democracia.
Si nada es todo, todo es nada y los extremos se tocan, la democracia no puede ser más que una dictadura encubierta.
Y eso es así.
En la dictadura está legitimado cualquier medio de coerción (hasta la muerte) para mantener el orden establecido.
En la democracia no hace falta esa legitimación porque ¿quién va a ir contra el orden establecido si el deseo siempre está colmado? He ahí la perversión del sistema, de los ideales que lo levantaron.
Claro que un deseo siempre colmado sólo conduce a la apatía. En ese punto estamos ahora la mayoría de los considerados "adultos jóvenes". Los primeros hijos de la democracia.

Ahora, por favor, que alguien tenga la desfachatez de decirme que es más fácil el cambio en una sociedad democratizada que en una dictadura.
Al menos en la segunda estaban muy bien establecidos los límites. ¿Cómo se cambia algo que aparentemente es lo mejor que puede dar el sistema, la evolución máxima?.

Y esa perversión se extiende a todos los ámbitos. Sólo puedo hablar de lo que conozco (que es la salud mental), pero también sucede (lógico, la sanidad pública toca justo con los estamentos gobernantes). Ahora está muy claro que los psiquiátricos antiguos cronificaban y eran indignos de la persona. Sin embargo a ver quién se atreve a afirmar que este deshecho heredado de la "reforma psiquiátrica" cronifica y también es indigno de la persona. Aunque sea verdad. La verdad es lo de menos.
Vivimos en la era de lo políticamente correcto, todo el sistema está montado para pervertir. Incluso los argumentos que emplea el sistema te dicen a la cara que precisamente están haciendo lo que propones con tu crítica. "Claro que si se enfoca así, el sistema sanitario cronifica. No obstante, como estamos invirtiendo en más recursos sociales (ambigüedad), más formación (a favor del stato quo) y nuevos dispositivos (lo que crea conveniente el político de turno sin plantearse las consecuencias éticas) solucionamos la cronificación".

Esta es nuestra herencia. Realizar el cambio imposible. En la dictadura sólo había que esperar a que muriera el dictador, pero ¿ahora? A un presidente perverso le sigue otro, el sistema se retroalimenta y autorregula.
Nuestra tarea es hacer transparente lo que todo el mundo sabe implícitamente.
Hay que admirar lo maravilloso de la perversión del sistema porque cuando ves que el sistema está pervertido y lo dices, lo único que recibes como respuesta (si es que recibes alguna) es "¿y qué?". No provoca asombro, ni insight, ni sorpresa, ni inquietud. No provoca nada (en todo caso, una leve y agotada resignación).
¡La gente lo sabe y le da igual!
¡Ni siquiera haciendo explícita la perversión se logra la movilización!
Es admirable.
Y terrible.

Podemos cambiarlo.
Focault decía que todo lo que se construye históricamente se puede destruir políticamente. Yo tengo la esperanza de que esa sentencia sea bidireccional y que todo lo que se construye políticamente se pueda destruir históricamente.
Podemos cambiarlo.
Pero la estrategia no debe ser la empleada contra una dictadura (la formación de grupos rebeldes, la revolución grupal, no sirven de nada. Para empezar ni siquiera tienen sentido).
El cambio ha de ser individual. Busquemos conscientemente lo que nuestro inconsciente nos señala a cada instante, un deseo que no se sacie. Pongamos las miras en algo más que en un objeto tangible.
Enseñémosles a los que nos arrebataron lo simbólico que aún tenemos lenguaje.
Lenguaje para construir ideas, pensamientos, para expresar sentimientos y cubrir de utopías individuales la "cosa en sí" de la democracia o del sistema.
Lenguaje para nombrar no un nuevo mundo (el mundo siempre será el mismo), sino una nueva vida. Mi vida. TÚ VIDA, donde sólo tú te gobiernas.
Lenguaje para describir y experimentar la muerte, la rabia, el amor, la primavera.
Lenguaje para decir "Basta" y hacerlo REAL.