martes, 10 de agosto de 2010

Cuánto daño he hecho

No hay un segundo que no reviente mi corazón en chillidos desgajados de cualquier humanidad, excepto de la que da la pena, la rabia, la impotencia.
Quizá eso sea lo más humano.

Navego a horcajadas sobre el miedo oscuro que me abofetea la cara. Ni mi cuerpo se resiste a la horrible tortura que le grita mi cabeza.
Ojalá exagerara.

No hay tiempo sobre el que recordar que no me atraviese a cuchilladas de terror, a sablazos de compasión por los otros, de odio por mí.

Odio. Odio quizá sea lo que me posibilite brillar con esta luz enfermiza que tamiza mis palabras.
Cuánto daño he hecho.
Y lo fácil es sentirse culpable. Así sea. Si me siento culpable, es porque lo soy. Y a la mierda las convenciones y las justificaciones.
Ojalá me matara la culpa y no se dedicara exclusivamente a asfixiarme sin tregua.

La sorpresa de tu voz ante la despedida descuartiza mi corazón en un delirio sangrante de falta y culpa.
El amor que sentía se me aparece como un fantasma asesino.
Alambre de espino que se me clava en cada rincón de la conciencia porque ya no estás, porque estaba condenado a repetir mis fracasos y errores contigo, porque te dije adiós y traté de enterrar la agonía que eso me suponía.
¿Qué he hecho? ¡¿Qué he hecho?!

Cuánto daño he hecho.
Cuánto daño te he hecho.

Te has ido. Me muero.

Hacer lo correcto es una mierda absoluta. Hacer lo correcto es un engaño desquiciado de la razón absurda que se supone nos hace adultos.

Hace siglos que no escucho tu voz. Hace eones que te fuiste por última vez. Y hasta en eso fuiste elegante, hasta en eso fuiste comprensiva.

Lo cual hace que me deteste aún más.

Espero que me odies como lo hago yo, quizá así mi culpa tenga algún sentido.
Quizá así volvamos a conectar en lo más negro del alma.
Quizá así decida terminar lo que no me atrevo a empezar.

Te diría que lo siento. Y sería absolutamente cierto. Lo siento en el más hondo rincón húmedo de sangre de mis entrañas. Lo siento como el mordisco de un perro rabioso en la entrepierna.
Lo siento como golpes contra el filo de piedra más cortante sobre la sien.

Porque nunca he dejado de quererte.
Y aún así te dije adiós.
Maldito sea yo y mi estupidez. Mi sentido de la ética y los cojones del dragón que me cuelgan cada vez que te lloro.

¿Por qué puedo seguir respirando?