martes, 22 de noviembre de 2011

Deseos

A veces desaría no comprender. Desearía no haber leído. Desearía no haberme hecho preguntas.
A veces desearía no ser humano. Desearía dejar de ser un ente social y recrearme con mi propia fusión con el aire.
En muchas ocasiones desearía ser sordo o, tal vez, desearia que las palabras vacías nunca hubieran tenido sonido.
Desearía abrazar a Foucault y decirle que me estremeció cuando leía su inicio y me imaginaba escuchándole:

" En el discurso que hoy debo pronunciar, y en todos aquellos que, quizá durante años, habré de pronunciar aquí, habría preferido poder deslizarme subrepticiamente. Más que tomar la palabra, habría preferido verme envuelto por ella y transportado más allá de todo posible inicio. Me habría gustado darme cuenta de que en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacía mucho tiempo: me habría bastado entonces encadenar, proseguir la frase, introducirme sin ser advertido en sus intersticios, como si ella me hubiera hecho señas quedándose, un momento, interrumpida. No habría habido por tanto inicio; y en lugar de ser aquel de quien procede el discurso, yo sería más bien una pequeña laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su posible desaparición.
Me habría gustado que hubiese detrás de mí con la palabra tomada hace tiempo, repitiendo de antemano todo cuanto voy a decir, una voz que hablase así: << Hay que continuar, no puedo continuar, hay que decir palabras mientras las haya, hay que decirlas hasta que me encuentren, hasta el momento en que me digan - extraña pena, extraña falta -, hay que continuar, quizás, está ya hecho, quizá ya me han dicho, quizá, me han llevado hasta el umbral de mi historia, ante la puerta que se abre ante mi historia, me extrañaría si se abriera. >>"

Desearía no verme envuelto por la competición y la comparación. Desearía que la diferencia hubiera sido un color, no un fusil ni una bala, no un cuchillo o una boca gritándola con los dientes afilados hacia otra boca cerrada en un paroxismo de terror sumiso, de sumisión dolorosa.
Desearía que el cuestionamiento ante mi persona o ante el latido crujiente en el que se expresa mi esencia hubiera sido un trayecto repleto de paisajes y no de abismos.
Desearía que mi libertad dejara de ser un escudo, una defensa, un parapeto para convertirse en un argumento, en una clámide dorada que me permitiera abrigarme de las espigas punzantes del desaliento.
Desearía demasiado a menudo que la soga de palabras con la que unas ideas que me precedieron tratan de amarrarme lograra deshacerse en sílabas in-significantes o lograra ahorcarme.

Desearía hablar al mismo tiempo que soy hablado. Entrelazar mis palabras con las que recubren los rincones de la existencia, formar parte del cuadro, armonizar manteniendo mi presencia volátil y voluble.
Desearía que el conflicto fuera una carcajada inevitable y no una fuente de odio imparable.
Desearía que ser idealista fuera una vocación y no el último reducto de la cordura humana.
Desaría que los protocolos tapizaran el suelo y no se archivaran en el corazón de los hombres.
Desearía una poesía para cada día y una canción para cada hora.

Desearía que el amor que me explota dentro coloreara cada lágrima vertida fuera.
Y no olvidar ninguno de los besos que me han dado para poder devolverlos a la representación de la subjetividad de esa persona en el universo.
Desearía una noche infinita con mi amada entrelazada a mi cuerpo, prolongación material de mi ser.
Desearía un día infinito con un libro de aventuras desplegando su realidad y sustituyendo la mía.

Desearía, al fin y al cabo, atraparme y liberarme, comprenderme y sorprenderme, amar y cuidar, llorar y gritar amaneceres, sonreir y desplegar anocheceres.
Desearía poder perder y que la pérdida fuera un oceáno de calidez y no un acantilado de angustia fría.
Desearía un abrazo, un beso y un olor en el instante de mi muerte.
Y que ese abrazo fuera tibio.
Y que ese beso fuera ardiente.
Y que ese olor fuera el suyo.

jueves, 10 de noviembre de 2011

El amor, la muerte y la esencia del ser humano

El amor es lo único que le da un toque humano a la muerte.
El amor humaniza la muerte.
Atravesados por la única certeza a la que estamos condenados los que no tenemos la fortuna de navegar entre la locura, nuestra última defensa es el delirio del amor.
Amor que es siempre ficción, pero, precisamente por ello, se vive con más realidad que lo real.
Y ante la muerte (que es lo mismo que decir ante la vida) el amor es el escudo ilusorio que nos facilitará que el encuentro ante nosotros mismos sea más soportable.
En el filo de la guadaña la muerte no siega almas, sino identidades. No corta la vida, sino que la implosiona para cada uno de nosotros.
El regalo final de ella es el mostrar ante nuestros ojos el agujero que hemos ido recubriendo de palabras y actos, que nos pertenece y nos define.
Y en el abismo insondable que somos sólo el amor colorea el viento que va produciendo nuestra caída.

"El problema es que queremos de forma diferente" me decía una mujer que velaba la muerte de su marido.
En otro tiempo, en otro lugar, detrás de un escritorio otras personas decían con otras palabras la misma idea.
¿Es el amor sentirme querido como me gustaría? No. Aparentemente está claro, pero se confunde con inmensa facilidad.
Deseo y amor van de la mano superponiéndose el uno al otro, cambiando sus rostros y marcando los nuestros.
Pero esta entrada no quiero que sea teórica. No quiero dar clases a la red de internet.
Que vuelen las palabras. Allá vamos.

Mi vida por ti. Le decía el cáncer al alma.
Y entre los párpados de su pareja el ser humano desgranaba su piel en poesías silenciosas.
Es el vacío el que provoca los besos.
En el encuentro de dos bocas siempre comienza el tiempo.
Así, besándola, no estoy entero pero de mis manos salen galaxias completas.

Pérdidas. Pérdidas.
De personas, de canciones, de momentos.
Nos deshojamos de ellos.
No me extraña que el hombre sea un otoño caminando.

Es la imagen que me devuelve su cuerpo
la que obliga a la muerte a acariciarme, no a raptarme,
a sonreír, no a morder.

En ese momento único que une la existencia con su ausencia
sólo la paz de lo que me regala ella, él, ellos
amortigua la nada.
Qué importa que no lo entienda
mientras lo sienta.

Los encuentros, como sus pérdidas
siempre son inexplicables
pero la marca que dejan en la existencia
es el lenguaje de una voz
humana,
ardiente.

Y entre las sábanas del hospital,
entre el pijama y las agujas,
el océano relumbra más que nunca.
Soy yo con mis padres
en la ola.
Con ella bajo el agua
haciendo el amor a los corales.

Ni la muerte puede robarme lo que yo he regalado.

Amor que estalla y mueve.
Juntos (en la memoria, en el tiempo, en el alma)
nos encontrará la muerte.

domingo, 6 de noviembre de 2011

La posición del saber

Mi querido (y fallecido) Lacan intituló su seminario XVIII "De un discurso que no fuera del semblante". De eso se trataba al fin y al cabo, de lograr lo imposible. Un discurso que no fuera meramente apariencia.
En el seminario XVII su genio destiló la lógica y la topología de los 4 discursos principales (5 si añadimos el pseudodiscurso capitalista condenado a consumirse a sí mismo). En cada discurso hay cuatro lugares fijos y cuatro elementos que, dependiendo del lugar que ocupen, darán lugar a un discurso u otro.
El discurso es lo que crea el lazo social. La relación de una persona con otra o con un conjunto de ellas. Me interesa especialmente la topología, por lo que no voy a entrar a describir los cuatro elementos que pueden posicionarse en los cuatro lugares.
Lo que me maravilló de esa formalización fue que se explica visualmente cómo todos los lugares se relacionan excepto uno que ahora explicaré.
Los lugares son: Lugar del agente (que produce el discurso), Lugar del Otro (también llamado del trabajo y es al que se dirige el agente), Lugar de la producción (producto del trabajo del otro) y Lugar de la verdad (que todo discurso trata de hacer emerger).


Como se ve en la imagen, el lugar que no está relacionado es el que habría de unir el de la producción con el de la verdad. Esto es lo que me fascina y me maravilla. Esta no-unión quiere decir que por mucho que un discurso (y los elementos que lo componen) trabajen y produzcan jamás van a poder alcanzar la verdad que hace que ese mismo discurso surja.
ES IMPOSIBLE PARA CUALQUIER DISCURSO HACER TRANSPARENTE EN PALABRAS, LLEGAR A LA VERDAD QUE HACE NACER ESE DISCURSO.
Lo curioso de esto es que todo discurso, a pesar de esta imposibilidad, trata una y otra vez de conseguirlo. Para él es inevitable.
Es decir, que todo discurso, desde el momento en el que nace por una verdad que dice defender, trata de llegar a ella sin conseguirlo jamás. En otras palabras, todo discurso, desde el momento en el que nace, tiende a justificarse en un monólogo sin fin.
¿Por qué? Porque, como nos muestra la imagen, la producción y la verdad son lugares que se sitúan debajo de una barra, un muro. Serían, por así decir, los lugares inconscientes, ocultos, de todos los discursos. Los lugares evidentes o manifiestos son el del agente y el del Otro. El del uno que enuncia y el del otro que recibe.
Por eso todos los discursos son semblante, son aparentes. Tres razones:
1) La parte manifiesta no es capaz de acceder a la parte implícita.
2) Lo que produce el discurso nunca alcanza a la verdad, por lo que nunca hay nada sólido y definitivamente cierto en ellos.
3) Las personas que representan los elementos que se colocan en los lugares manifiestos nunca los representan en su totalidad. Es decir, las personas que representan esos elementos NUNCA SON esos elementos, pues ya sabemos que todos los sujetos, desde el momento en el que son sujetos, conllevan una falta en ser. A saber, un agujero, un vacío imposible de llenar. Y si es imposible de llenar, seguirá vacío aunque esa persona se identifique con un elemento o imagen. Uno no puede ser nunca la totalidad de algo si uno ya está roto, ya tiene un agujero.

Con este último argumento entro de lleno en el tema de esta entrada, que no es otra cosa que la posición del saber, en el sentido de la posición que adopta una persona que se cree ella misma no estar, sino ser el saber.
Para ello me remito a dos nociones de mis dos maestros predilectos de pensamiento: Lacan y Foucault.

Por parte de Lacan tomaré la idea del "Sujeto supuesto saber". ¿Qué diantres es eso? En psicoanálisis el "Sujeto supuesto saber" es la posición inicial en la que el paciente coloca al analista. El paciente acude a consulta por un tipo de sufrimiento, y acude precisamente porque piensa que el profesional tiene un saber sobre ese sufrimiento del que el paciente cree carecer. El paciente dice algo así como "Me pasa esto. Ahora dígame usted por qué me pasa y dígame qué debo hacer para solucionarlo". En ese momento (necesario e inevitable por otra parte) el paciente coloca al profesional en el lugar de un saber absoluto, en el lugar de alguien que tiene todas las respuestas que él busca y necesita.
Ahora bien, lo que el profesional tiene en todo caso es conocimiento, no saber. Así de manera bruta para distinguirlos diré que el conocimiento es la comprensión de ciertas leyes, variables o técnicas y la capacidad de ponerlas en práctica siendo conscientes de ellas en un momento dado. El conocimiento lo da el estudio. El saber, por su parte, sería la construcción que hace una persona de su experiencia, cómo se explica las cosas y las generaliza, cómo se las representa en el mundo. El saber es experiencial, en gran parte inconsciente y, por encima de todo, subjetivo. El saber lo da la propia vida.
Por eso esa posición descrita por Lacan se llama "Sujeto supuesto saber". El paciente cree que el profesional posee el saber que le hace falta. Pone en él las respuestas que sólo el paciente puede tener, pues sólo el paciente sabe realmente por qué le pasa el sufrimiento (pero no sabe que lo sabe).
El buen profesional sabe que es el paciente quien le coloca en esa posición, y sabe además que es sólo eso: una posición. Él no posee el saber del paciente por la sencilla razón de que él no es el paciente. Y gran parte de la labor del profesional consistirá en ir deshaciendo poco a poco esa posición con el fin de que el paciente se coloque en situación de asumir su saber y de hacerle frente para modificarlo o mejorarlo. Es decir, irá atenuando la asimetría de la relación terapéutica para posibilitar un fin de terapia adecuado. Aquí vemos por qué Lacan afirmaba que la adopción de una postura terapéutica conllevaba la adopción de una postura ética.
El problema aparece cuando el profesional se cree que él es el saber y asume la posición del "Sujeto supuesto saber" no como una actitud transitoria, sino como algo real. Entonces no es un lugar, sino que es algo fijo que sólo le pertenece al profesional, y no a todos los profesionales, sino únicamente a él mismo.
Cuando sucede ésto, tenemos una situación descrita por Foucault como una de las típicas que se dan en una microfísica del poder. Así, la relación terapéutica se convierte en asímetrica de una forma contínua y congelada. El paciente seguirá siendo un enfermo para el resto de su vida porque la propia actitud del profesional le imposibilita un acceso a su propio saber. El profesional se coloca en el lugar del saber asumiendo que él es ese saber, y, claro, la realidad es que el profesional no puede dar respuestas al paciente (porque el profesional no ha vivido la vida del paciente) dando lugar a dos consecuencias:
1) Círculo eterno que cada vez acentúa más el estigma hacia el paciente. Enfermo para siempre porque el profesional le impide acceder a la curación, a la vez el narcisismo satisfecho del profesional que pone sus fracasos terapéuticos en una supuesta "resistencia del paciente".
2) Violencia. Puesto que el profesional, al asumir la posición del saber como si él fuera el saber, tenderá cada vez más a decirle al paciente lo que tiene que hacer. Cuando una indicación dada por el profesional al paciente fracase, le dará otra (y a la vez le culpará de la ausencia de éxito). El profesional tenderá cada vez más a poner sus palabras en la conducta, el cuerpo, la vida del paciente. Ya dijo Lacan que "siempre es una violencia poner en boca del otro las propias palabras".
Esto que ocurre demasiado a menudo en las psicoterapias o en las consultas de salud mental se puede generalizar a la vida cotidiana. Desde la relación jefe-empleado, político-votante, médico-paciente a la relación entre dos personas cualesquiera en las que una de ellas asume el rol de científico, académico, culto o universitario mientras trata de imponer al otro sus ideas, sus palabras.

De Foucault tomaré la idea de que poder y saber están imbricados. Un sistema de poder produce ciertas ramas del saber. Un sistema de saber ejerce grandes cantidades de poder.
A lo largo de su obra Foucault muestra cómo un determinado sistema social produce ramas del conocimiento en base a regular y universalizar el poder de ese sistema sobre los individuos que lo componen. El logro de Foucault es explicitar cómo ese poder está presente en las áreas más pequeñas (que son las más íntimas y personales) de la relación social. Por ejemplo, en la relación que se produce en la consulta entre el psiquiatra y el loco, en la relación que se produce entre el juez y el acusado o entre las relaciones sexuales de las personas (cómo estas se regulan, cómo desde fuera se trata de imponer una "sexualidad sana"). Al centrarse en las parcelas más pequeñas donde el poder se produce y se hace patente, Foucault les dará el nombre genérico de "Microfísica del poder".
También a la inversa. No sólo el sistema social genera ciertos conocimientos o disciplinas (psiquiatría, criminología, sexología...) para ejercer el poder, sino que simultáneamente esas disciplinas producen y retroalimentan el poder del sistema social: el psiquiatra que impone su saber al loco y le excluye cada vez más o el juez que ya no juzga el acto delictivo, sino el "alma" del acusado con el fin de controlar conductas similares, con el fin de tratar de corregirlo permanentemente y que crea, sin darse cuenta, aún más exclusión.
Foucault deja bien claro que no sólo se producen efectos negativos de esta dinámica del poder. De hecho, en algunos puntos es necesaria.
La cuestión, por tanto, no es dinamitar el sistema social ni las disciplinas, sino hacerlas más humanas, hacerlas más éticas para el sujeto que las padece, al que controlan y se imponen.
Y para ello, desde mi punto de vista, es obligatoria la presencia de este sujeto de forma cada vez más patente, cada vez más fuerte.
En el sistema social que crea saberes y en los saberes que ejecutan el poder el crimen está en asumir plenamente, por parte de la persona que representa ese sistema y ese saber en un momento dado frente a otra persona, las dos ideas clave que he ido criticando a lo largo del texto:
1) Que el discurso de la disciplina dice la verdad de forma transparente y completa, por lo que no hay ningún otro discurso que explique y sea mejor que ese en la situación presente.
2) Que además la persona siente que, como ese saber es completo y ella lo tiene, ella es el saber y, por tanto, sus palabras son las únicas verdaderas y las que han de ser compartidas por la persona que tiene delante.

Así el discurso que debería crear lazo social, unión, reconocimiento mutuo, produce exclusión si la otra persona no se somete a él o no lo comparte.
Así el discurso pasa de ser puente entre personas a ser una herramienta de poder y de creación de obediencia ciega (a riesgo de ser condenado al ostracismo social, a riesgo de ser expulsado o excluido).
Yo no viví en la época de Lacan y Foucault, por lo que no experimenté el sistema en esos años. Lo que veo es esta época. Y mi experiencia profesional y personal me muestra cómo es constantemente habitual que una persona asuma completamente las dos características antes citadas y cómo las consecuencias derivadas de ellas, si no se asumen, se traducen en exclusión.
Lo veo en salud mental, en cómo sólo se permite una determinada práctica clínica consistente en imponer al paciente fármacos o técnicas. En cómo la desviación de ese patrón por parte del profesional se traduce en menores posibilidades de conseguir empleo, y por parte del paciente se traduce en justificar sus reacciones como "resistencias" y aumentar los fármacos o aumentar la intensidad de las técnicas.
Lo veo en el sistema sanitario, donde la gerencia carga al profesional de responsabilidad mientras le desautoriza y es incapaz de escucharle. Donde una persona en un puesto elevado asume ese puesto como parte de su ser y produce un poder sometedor y un saber "indiscutible". Dictaduras cada vez más consolidadas en la microfísica de ese poder.

Todo esto se embrolla cada vez más al añadirse la variable del "doble discurso". En el ámbito que conozco (sanidad pública y salud mental asociada a ella) se muestra de la siguiente forma:
Los profesionales (y gerentes y directores médicos y consejeros de sanidad) dicen, literalmente lo dicen, defender discursos que velan por el bienestar y la seguridad del paciente (discurso de la recuperación, de la reforma psiquiátrica, de la docencia de calidad para los residentes, discurso de la psicoterapia) y, sin embargo, hacen otra cosa. Sus conductas, sus actos son otros (imposición de fármacos y técnicas). Si no no se explicaría cómo aumentan cada vez más la prescripción y el consumo de psicofármacos, los ingresos en unidad de agudos por petición de familiares (con el fin de evitar reclamaciones), la normativización de los pacientes con técnicas que sólo modifican su conducta con objeto de alcanzar el ideal social de lo adecuado, la escasa calidad de la docencia de los residentes (destinados cada vez más a la atención de pacientes y cada vez menos a la formación en diferentes ámbitos de aplicación de los discursos que los profesionales dicen defender), las cada vez más numerosas investigaciones y publicaciones de recorte de recursos con la justificación de que es mejor para todos...
Este doble discurso entre lo que se dice hacer y lo que realmente se hace es consecuencia de la asunción de lo comentado previamente y a la vez un medio para defenderse, para que uno en la soledad de su subjetividad no se cuestione, no se pregunte sobre si su práctica es adecuada o no, no tenga problemas para mantener el nivel de vida con el que la ética económica premia a sus servidores.

Precisamente por eso el sujeto al que se le imponen prácticas y disciplinas ha de estar cada vez más presente en ellas siendo consciente de ellas con el fin de que él controle a éstas y no éstas a él y eso se hace de dos formas:
1) Luchar por una ética de las consecuencias y no por una ética de las "buenas intenciones". Llegados a este punto, la persona debe juzgar los actos, los hechos que a él le acontecen, de los que él es paciente, no justificarlos como se justifican ellos mediante "la intención era buena". Juzgar esos hechos consiste en decirlos, en hacerlos transparentes frente al discurso del que parten y frente a la persona que los representa. Decirlos, hablarlos, chillarlos. Llevar ante la justicia, la prensa o la persona que representa esa práctica de poder las conductas que ésta hace mientras dice defender otra cosa. No dar cuartel a las intenciones. Definir por los actos. Exigir responsabilidad por los actos y asociarse para lograrlo. Luchar de discurso a discurso, de grupo a poder, no de sujeto a discurso, no de sujeto a poder (ese es el inicio). El primer paso para lograr una ética de las consecuencias es hablar, no callar. Como estamos haciendo todos tan habitualmente. Nuestra palabra es nuestra verdad, nuestro saber, nuestro arma.
2) Autocrítica personal. Cuestionamiento personal. El cambio comienza en uno mismo y la chispa para el mismo es el interrogante constante sobre nuestras acciones, sobre nuestra práctica, sobre nuestro "supuesto saber". Esas preguntas hechas discurso nos unen a personas con las mismas inquietudes, personas que están en el mismo punto que nosotros. Cuando uno llega a la incógnita que siempre está presente en todos los discursos, en todos los "saberes", se torna ético, humilde, humano. Y en ese punto nace una fuerza imposible de doblegar socialmente. La fuerza del deseo, la fuerza del interrogante que es universalmente compartido. Así se crean lazos sociales sólidos y humanos. Así el discurso se torna lazo social a pesar de ser aparente.

Evidentemente, el precio de esto es la angustia. El peligro de la exclusión. Ya depende de cada uno asumirlo o no. Pero el único consuelo que encontraremos en la muerte es el creer haber obrado de la mejor forma posible. O lo que es lo mismo, el sentir haber vivido. Y la vida se puede traducir en una sucesión de actos en los que se asume el riesgo derivado de ellos para obtener no un mundo mejor (una persona es demasiado humilde e insignificante para eso), sino juzgarnos íntimamente un poco mejor.

Claro que todo esto puede sonar como muy idealista. Quizá lo sea, pero aún no conozco nada material producido por el ser humano que no haya sido antes una idea. Para los más escépticos dejaré mi último testimonio:
Siempre hay formas de hacer frente a la imposición.
Nadie hablará por mí si yo no lo permito.
Es mi vida, luego antes que nada mis palabras no las vuestras.