sábado, 10 de diciembre de 2011

En defensa del psicoanálisis

Llegué a la salud mental como llego a todos los comienzos que tocan mi vida. Inquieto. Oscuro. Idealista. Temeroso.
Habiendo sido formado en el discurso universitario de la dominación absoluta del paradigma cognitivo conductual, y habiéndolo rechazado de plano mucho antes de terminar mi licenciatura y descubrir el PIR, mi ansia de comprender y perfilar la realidad de los otros y la mía propia necesitaba posarse en algo.
Braceé entre terapias de tercera generación, entre enfoques sistémicos de distintas escuelas para descubrir que siempre faltaba algo esencial en ellos (tiempo después descubriría que lo que faltaba era el psiquismo, el sujeto en su máxima expresión). Me asomé al abismo del modelo médico para apartarme rápidamente del horror que latía en su fondo.
Me adentré en la Filosofía. En la de la Ciencia para descubrir las brechas de ésta y formarme un mapa más realista de lo que trataban de imponerme. En la del hombre para encontrar algún filamento que me condujera a algún enfoque terapéutico inexplorado.
De la mano de Gergen llegué a Foucault. Foucault me redescubrió Nietzsche. Savater enlazó Schopenhauer y Nietzsche con el descubrimiento freudiano.
Y fue entonces cuando comencé a mirar a mi supervisora del Equipo de Salud Mental de forma completamente diferente.

Si tuviera que definirla con una palabra sería responsable.
Es una persona difícil al principio. Como si tuviera las cosas demasiado claras y a la vez como si estuviera de vuelta de todo. La calidez que supuestamente debemos rebosar los que nos dedicamos a esta profesión en ella está escondida, que no ausente.
En ese equipo de mala muerte donde el silencio suele ser la respuesta tanto a la imposición del sistema como a la demanda de los pacientes, es ella una de las dos personas que tiene el coraje y el sentido común para hablar.
La otra persona que la acompaña en ese peregrinaje gris y desesperanzado es una psiquiatra que rechaza cualquier etiqueta sobre sus capacidades y virtudes (tanto personales como profesionales). Quizá por ello encaja en todas muy a su pesar. Quizá por ello los demás le devuelven continuamente su brillantez. Quizá sea eso. Quizá su brillantez esté cegándola de continuo.
Ellas dos son las únicas islas en el océano magmático que es ese centro de salud mental. Aguantan el embate de las olas de forma admirable. A pesar del calor que todo lo derrite, de la corrosiva atmósfera, ellas consiguen respirar y, lo más impresionante de todo, consiguen resultados terapéuticos.

Mi supervisora es lacaniana.
Fue ella la que entre el maremagnum de Filosofía y ética, trató de iniciarme (siempre con mi consentimiento y mis ruegos) en la farragosa teoría de Lacan. Aún me sigo sorprendiendo cuando recuerdo cómo empezó a explicármelo. Lo fácil que parecía, lo bonito que sonaba, lo elegante que se presentaba.
Y así, poquito a poco, me acerqué a Lacan y con él a Freud.

Este contexto era necesario para situar la entrada que quiero escribir. Al psicoanálisis uno no se acerca como se acerca a la Ciencia (esperando soluciones inmediatas sin importar las consecuencias) ni a la Religión (esperando milagros inmediatos sin importar las consecuencias). Uno se acerca al psicoanálisis porque, a lo largo de su recorrido vital, se ha cuestionado ciertos supuestos básicos sociales, se ha cuestionado ciertos principios personales.
Es decir, uno se acerca al psicoanálisis poquito a poco. Se ven primero las espinas, pero se vislumbra de fondo el fulgor rojo de una rosa cercana y lejana a la vez.
Tal vez sea bueno empezar por aquí mi defensa hacia el psicoanálisis.

El lenguaje que emplea el psicoanálisis es precioso. Es poesía continua. Pues de poesía se nutre y poesía es lo que produce. Pero es una poesía especial. Una poesía que no busca la belleza, ni tampoco la verdad, sino la comprensión y la lógica más difícil: la del sujeto humano. Quizá por no buscar la belleza y alimentarse de poesía, las palabras del psicoanálisis tienen ese aura de prosa poética, de lógica hecha versos.
Palabras que encierran demostraciones irrebatibles sobre el surgimiento y la construcción del ser humano y sus desmanes psicopatológicos como fin de mantener un equilibrio personal.
Por eso, a los que siempre tuvimos la frustración de no haber sido artistas, el psicoanálisis nos atrapa. Pues nos conmueve y nos arropa. Nos da un nuevo lenguaje y una nueva gramática lógica para seguir creando lo que es un hombre, lo que es una mujer, cómo se unen, lo que es un delirio y una neurosis. Lo que es la vida y lo que no es la muerte.
Y con esa belleza de lenguaje el psicoanálisis da belleza a la clínica. Da color a la locura y a la neurosis. Y al dar color, da sentido.
El objetivo del psicoanálisis siempre ha sido demostrar cómo lo simbólico modifica la pulsión. Es decir, cómo el lenguaje cambia la realidad. El psicoanálisis ha formalizado y perfilado por qué las palabras son mágicas. Ha explicado décadas antes de la existencia de TAC, SPECT, RM y otras tecnologías para ver el cerebro sin matar a la persona, cómo las palabras modifican la biología. Cómo las palabras son la cirugía más precisa y a la par la menos invasiva para el sufrimiento humano.

Además, el psicoanálisis da soluciones. Hace poco tiempo viví en mis carnes cómo el psicoanálisis es ajeno, extraño y casi abstracto si uno no se dedica a la clínica. El escenario del psicoanálisis siempre ha sido la clínica mental. A diferencia de la psiquiatría biológica, del conductismo y el cognitivismo, el psicoanálisis se ha construido en las trincheras. Mucho antes de la sistémica y de las psicoterapias humanistas y existenciales.
Se ha construido en las alambradas de espino que son las relaciones cara a cara. De sujeto a sujeto.
Por eso las soluciones que da llevan su tiempo. Pero no porque el psicoanálisis sea lento y sea incapaz de seguir el ritmo que la salud mental exige a las psicoterapias y a la farmacología, sino, porque a diferencia de ellas, el psicoanálisis respeta el tiempo subjetivo de las personas.
Por eso sus soluciones son a medida. Diferentes según el caso. Siempre. Esa es la única ley inquebrantable del psicoanálisis: a cada sujeto lo suyo.
Además es la única forma de tratamiento que desde sus comienzos ha potenciado los recursos de la persona que consulta. Puesto que no impone soluciones, sino que facilita que la persona las encuentre, las construya y las acepte. Muchísimo antes de Rogers, muchísimo antes del discurso de la recuperación, el psicoanálisis le otorgaba el respeto merecido a la persona que consultaba.

De todo ello se desprende que el psicoanálisis propone la ética más consecuente con los derechos humanos fundamentales, la ética más consecuente con el alma humana. Su respeto al paciente, su obligación de escuchar realmente a la persona, su no imposición de dogmas o soluciones estandarizadas fabricadas en serie, su deferencia para con el síntoma, su esperanza inquebrantable en el sujeto humano a pesar de saber de su pulsión, a pesar de saber de su goce y su muerte, su autocrítica constante como teoría y sistema de pensamiento, su apertura para dejarse sembrar por el arte, la filosofía, la lingüística, las matemáticas, la poesía, la sociología, la biología, su actitud de enseñanza eminentemente práctica, su sospecha continua del mundo, del yo y de sí mismo... Todo esto le obliga a posicionarse de forma especialmente clara e incómoda entre los discursos de poder, cuestionándolos y nombrando su falta. "Haciéndoles agujeros" como afinadamente me comentaba mi supervisora.
Por esa ética que produce y que le sitúa, es rechazado de continuo por el sistema sanitario, por la política y por la economía. Tratan de tornarle invisible, igual que tratan de invisibilizar las consecuencias que tienen esos discursos dominantes sobre las personas. Y sin embargo, tras décadas de destierro, tras toneladas de papeles "científicos" tachando al psicoanálisis de chamanismo, timo, estafa, pseudociencia... El psicoanálisis sobrevive. Porque representa lo humano por excelencia: la sospecha, el amor, el deseo, la muerte, la falta, la ambivalencia.
Así el psicoanálisis trata de ser aislado y marginado. Como están mi supervisora y su compañera. Aisladas. Sin embargo, cuando hay un caso verdaderamente complicado, imposible de solucionar o estabilizar con fármacos o terapias de fábrica, acaba llegando a ellas. Y ellas solucionan, y ellas contienen, y ellas mejoran.
Por muy aislado que esté el psicoanálisis, los discursos dominantes irremediablemente acaban volviendo a él cuando su destrozo es infinito. Y es el psicoanálisis el que arregla y construye.
Por eso el psicoanálisis es el discurso de la revolución. Porque permite el cambio entre discursos.
Por eso el psicoanálisis es el discurso de la ética. Porque nunca ha querido situarse en el lugar del poder o del saber absoluto. Aborrece ese lugar por inhumano. Recordemos que el psicoanálisis es lo humano por excelencia. Y lo absoluto nunca ha formado parte de eso.

Por todo ello, defiendo al psicoanálisis. Lo propongo como orientación terapéutica y ética, como marco de conocimiento, como modo de comprensión. Lo propongo como causa de revolución y como consecuencia de la misma.
Defiendo la difusión y el estatuto dignísimo de esta rama de conocmiento.
Pero una cosa ha de quedar clara.
El psicoanálisis no es para cualquiera. Y por ello el psicoanálisis nunca ha querido ser el pegamento de todas formas de psicoterapia.
El psicoanálisis pone una exigencia de escucha en las palabras del otro que no para muchos es soportable. Escucha tanto de su sentido como de su literalidad, de su tono como de sus equívocos, de sus fallos como de su prosodia. Atención plena ante el discurso del otro.
Por eso advierto al área a la que pertenezco que no basta con decir cuatro zarandajas de tinte psicodinámico o explicar un caso con expresiones supuestamente psicoanalíticas para afirmar que se ha hecho psicoterapia psicoanalítica.
Habrá que empezar a poner los puntos sobre las íes.

El psicoanálisis poquito a poco, igual que uno va viviendo su vida, poquito a poco.
El psicoanálisis no para cualquiera, pues siempre ha habido personas con unos talentos y personas con otros, igual que siempre ha habido personas mezquinas y personas cálidas.
El psicoanálisis como escudo y como lanza.
El psicoanálisis como poesía y conocimiento.
Esta es mi defensa hacia el psicoanálisis, que es lo mismo que decir que esta es mi defensa hacia mi forma de entender la psicopatología, la ética y la vida: con amor, con deseo, con sospecha, con ambivalencia.
Con humanidad.

1 comentario:

dalosiro dijo...

Primera vez que leo su escrito. Sabe una cosa, no sabía por qué gusto del psicoanálisis, es más, no lo hubiera nombrado como amor a pesar que participo de él en mi experiencia analítica. Y, sin embargo, leo tus razones, y sé que lo amo así de ese modo. Por sus palabras como de espejo, muchas gracias.