miércoles, 7 de septiembre de 2011

El segundo día entre la muerte

Lo que me sorprendió cuando vi a los enfermos terminales fue lo poquito que ocupaban en la cama.
Sobre esos desiertos plastificados recubiertos de sábanas ajadas que son las camas de hospital ellos parecen la más minúscula de las dunas. Sólo distinguibles por los abismos sin fondo en que se han covertido sus ojos, por el esfuerzo inapreciable, y precisamente por eso gigantesco, en que se vuelve cada una de sus respiraciones.
Incluso los que están completamente sedados o en coma muestran sufrimiento en el gesto inmóvil en que se ha petrificado su rostro.
Y esa violencia muda que son los tubos respiradores saliendo artificialmente de la carne de su garganta.
Querría caminar de lado en el pasillo y en las habitaciones por miedo a cortarme con la guadaña que parece navegar imparablemente por esa parte del hospital.

Puedo soportar eso. Puedo trabajar con eso. Joder, si fui allí, fue precisamente para observar eso, para comprender eso, para convivir con eso.
Pero hay otras cuestiones para las que no me siento preparado en absoluto y que van a convertir para mí ese infierno en un infierno dentro de otro.

Empezaré de menos a más.

En primer lugar, los médicos y la enfermería. Absolutamente humanos, absolutamente sensibles y dedicados en cuerpo, alma y vocación a esa rama de su profesión. Con características personales que envidiaría el más profesional de los clínicos que trabajan en salud mental. Precisamente eso hace que me sienta inútil. Además, centrados profesionalmente en el bienestar físico (y mentalmente en el emocional) de sus pacientes, crean un lenguaje poblado de terminología tipo PEG, perfusión, saturación, lesión hemática con filtración ventricular... que hace que mi lenguaje parezca abstracto y lejano, que hace que los términos con los que creía que mi profesión definía al ser humano parezcan inasibles, indeterminados y extranjeros. Así empiezo a sentirme fuera de lugar apenas llegar allí, a pesar de saber que me esperan (no a mí, sino a lo que represento) con ganas y con los brazos abiertos.

En segundo lugar, los psicólogos colaboradores de otras entidades. Allí trabajan por convenio con el hospital un par de psicólogos pertenecientes a fundaciones de obra social que viven con reticencia mi incorporación, como si yo fuera a quitarles pacientes tan importantes para ellos y su recogida de datos que justifican su presencia y su salario. Trabajan muy bien, se les nota la experiencia y la formación en este campo. Eso choca con la sensación que tengo de que los extraños allí son ellos, no yo. Yo soy el psicólogo residente, pero soy el primero que aparece por allí. Y late dentro de mí una rabia apagada por defender lo que considero propio del campo de mi especialidad. Eso nos obliga a ponernos de acuerdo y, quizá, a competir. Cuestión que me repugna y me repele. Se me da mal negociar, pero se me da peor competir. ¿Por qué no consigo hacer mi trabajo según el esquema que considero más adecuado?

En tercer lugar, la instauración de un programa de rotación para PIRES demasiado ambicioso y completo. A nivel manifiesto, he de lograr que eso se lleve a cabo y el hospital quede completamente satisfecho y convencido de la necesidad de un psicólogo clínico en cuidados paliativos. A nivel latente, he de lograr cumplir las expectativas que mi supervisora tiene y por las que ha luchado, junto con el cumplimiento y la completa satisfacción de la jefa de servicio de paliativos para que no se decepcione con las ganas que tiene de residentes de psicología trabajando allí. Si ya me cuesta sentirme seguro, el tener que cumplir expectativas que no son mías, que no dependen de mí y que no están definidas (me refiero especialmente a las latentes), hace que sienta temor y me paralice.

En cuarto lugar, yo mismo. La certeza completa que me lleva acompañando desde hace tiempo y que me asegura que no sé absolutamente nada, que además no sé enfrentarme a los problemas, que no soy creativo para buscar soluciones ni para investigar métodos nuevos. La sensación de que yo no sirvo para esta profesión, la pérdida casi completa que siento de la aplicación de mi profesión, la psicología, para cualquier ámbito en que ella dice ser eficiente. Esto unido a los tres puntos anteriores hace que me sienta temeroso y completamente indefenso. Hace que quiera evitar ir allí. No quiero ver cómo la realidad me refleja lo que yo ya sé que es así.

Así que esos cuatro puntos impiden que me dedique a lo que realmente quiero dedicarme y por lo que elegí la rotación en cuidados paliativos: observar la muerte, estudiarla, ayudar a alcanzar una mínima paz a los que se enfrentan a ella y ponerme en guardia ante la mía propia.
Creo que podría servir para eso, pero siento que no lo voy a poder desarrollar por todo lo que he explicado.
Me siento muy asustado. Muy incompetente.
Me siento muy muy cansado.
¿Por qué no habré elegido terminar a los tres años y no ampliar al cuarto?
¿Por qué me siento tan fuera de lugar ante los profesionales, los pacientes, las familias y ante mí mismo?
Todo será cuestión de ver cuánto aguanto antes de partirme, antes de romperme y abandonarlo todo, pues eso es lo que me pide con más insistencia mi pecho, esa es la idea que no para de repetirme mi mente.
Para.
Vete.
Vete.
No sirves, no puedes.
Vete, joder, vete lejos.
Vuelve a los libros y a la teoría. Eso no es arriesgado y ahí puedes creerte que sabes algo.
Vete.
VETE.