martes, 28 de febrero de 2012

Rabia, desesperación

Creo que jamás he tenido vocación de héroe.
De suicida sí, siempre. Como ella, que me mostró el camino.
Hoy es uno de esos días en los que quiero destrozar el mundo y, sobre todo, quiero destrozar lo que quiero, lo que me parece bello.
Quiero destrozar mediante palabras porque aún tengo miedo de que la sangre rebose por mis manos y no pueda detener la muerte.
Años de estudio, años de trabajo. He desperdiciado la juventud.
Como la mayoría de los de mi generación que hemos hipotecado nuestra juventud a un Euríbor demasiado variable, a un tipo de interés demasiado negro.
Tal vez los lamentos de los demás estén justificados.
Los míos nunca, pues si volviera a ser joven, volvería a desperdiciar mi juventud, probablemente no estudiando, pero sí sin disfrutarla.
Hay personas que tienen la capacidad de disfrutar de la belleza, de los pequeños detalles de la vida, de los breves paseos entre el lugar de trabajo y la parada del autobús, de la luz invernal mudando en primavera. Pero yo no.
Envidio a esas personas porque reflejan mi carencia.
Yo no disfruto de la belleza. Yo veo el mundo descomponerse y vomitarse a sí mismo una y otra vez. Veo a las personas pudrirse por dentro, ser meras máquinas corporales productoras de excrementos y aliento ácido.

Ahora a la visión color sangre y mortificante del mundo se añade a mi pecho el océano de incertidumbre y el precio de años de formación. El paro, el sinsentido, la vuelta al hogar con el estigma del fracaso grapado a los labios.
A la puta mierda.
A la puta mierda las palabras que dicen que no sé de qué hablo.
A la puta mierda las palabras que tienen los santos cojones de decirme que tenga esperanza, que nunca se sabe.
A la puta mierda las palabras que me dicen que tengo que relacionarme, que tengo que salir.

Si no me reconozco, si ya estoy desarraigado de todo vínculo de afecto y cariño.
¿Quién os creéis que sois?
Le hablais de esperanza al poeta de la muerte.
Le hablais de aguante y de coraje al poeta de la cobardía.
y ese poeta tiene los odiosos huevos de hablar de sabiduría y estudio a este remedo de hombre, a este deshecho humano que lo único que sabe de sí mismo es que es un agujero incrustado en la existencia.
Y como todo agujero, todo lo que se vuelca en él desaparece en la negrura nocturna de la muerte y el vacío.

Es muy fácil hablar de Lacan desde la seguridad de un puesto de trabajo.
Es muy fácil hablar de Foucault desde el refugio de una plaza pública.
Es muy fácil hablar de ciencia desde el parapeto de un salario mensual, de una casa pagada, de una familia formada.
Y es admirable hacerlo.
Pero aquí abajo, donde el brillo de la Ciencia y la Filosofía llega ensombrecido (y quizá por ello más apetecible), las cosas son distintas.
Agarrarse a los maestros de la hiancia, del hueco y de la falsedad del discurso sólo provoca estragos.
Desde ellos me doy cuenta, cuando me encuentro frente a frente con el paciente, de la inutilidad de todo.
Que es lo mismo que decir que me doy cuenta de mi inutilidad.
Del agujero tan enorme que palpita en mi corazón para comprender al sujeto humano y en mi cerebro para poder adquirir un saber.

No es extraño que haya confundido mi profesión.
Si ya nací en un momento equivocado, si mi nombre no es el mío, si mi cuerpo me regala placas rojas y escamosas en la piel, si soy la mentira constante. El mundo me rechaza, yo rechazo al mundo y a mí mismo.

A Schopenhauer se le acusa de pesimista sin remedio porque no fue capaz de transformar en creación la voluntad que está en la base del mundo y la persona. Nietzsche enloqueció al hablar de moral y, sobre todo, del hombre.
Freud se parapetaba tras estatuillas y figuritas en su mesa de escritorio para protegerse de lo que él mismo había descubierto.
El ser humano devora. Aunque a veces (la mayoría) no utilice los dientes.

Así que que le den por el culo a aquellos que hablan de optimismo o de ser capaces de recrearse en la propia vida.
Sólo hay muerte.
Muerte.
La vida es un rodeo hacia la misma.
Que jodan a Lacan, a Foucault, a Freud y a cualquiera que esté respirando o que haya o habrá respirado.

Hoy el veneno que me define me ha desbordado por los ojos.
Y sólo veo el mundo envenenado
y el corazón de los hombres envenenado.

Hoy sólo veo la verdad.

martes, 21 de febrero de 2012

Números

Vivimos en números.
Ellos nos arropan por la noche para que soñemos paisajes repletos de porcentajes, de cifras.
A ellos nos agarramos para sentirnos seguros.
Comprobamos que siempre haya números distintos de 0 en nuestra cuenta corriente. Nos envolvemos en números (tallas, medidas, proporciones).
Para presentarnos a los demás hablamos con números. El número de hijos, el número de años, el número de parejas, el número de calzado...
El número de nuestro sueldo nos coloca por encima o por debajo de la aprobación y la admiración ajena, pues desde siempre la numeración conlleva un orden social. La paradoja estriba en que dentro de la homogeneidad, es decir, dentro del mismo orden, dentro del mismo porcentaje, buscamos la diferencia, pues en ello (y no es poca cosa) nos va la imagen, la identidad, el yo. Así que buscamos diferenciarnos mediante los números, los mismos que tratan de igualarnos unos con otros.
De números se componen las noticias y nuestra angustia se elimina si comprobamos estar dentro del número de los afortunados.
Pensamos en números.
Sentimos en números.

A esto ha ayudado sin ninguna duda el discurso cientificista, que no es otra cosa que el producto de la cópula entre el discurso capitalista y el discurso científico.
En el discurso cientificista las palabras sólo son verdad cuando nombran, señalan o se apoyan en números.
La aspiración cientificista es reducir la vida a un conjunto de números producto de medidas. Da igual que las medidas se hagan con instrumentos apropiados para el objeto de la medición o no. Lo importante es que la descripción sea númerica, ya que un postulado implícito en el cientificismo es que si hay descripción numérica, la explicación se desprenderá sola, como algo inevitable y repleto de verdad.
La vocación cientificista es numerar el universo y todo lo que contiene. Una de sus metas consiste en revelar el ser del sujeto en un simple número, ya sea de conexiones neuronales, de cantidad de neurotransmisores o de genes o asociación de genes.
En el sujeto humano es el Otro materno el que introduce la pulsión y el primer goce narcisista, mientras que el Otro paterno se encarga (si todo va bien) de introducir la Ley.
He comentado que el discurso cientificista es hijo del discurso científico (su madre) y del discurso capitalista (su padre).
La pulsión que introduce el discurso científico en el cientificista es la "pulsión mensurae" (o pulsión de medida). Esta pulsión, como todas, es una energía constante que busca su satisfacción en el objeto de la medición. De ahí el ansia del cientificismo de medir todo. Es un goce que implica una pseudomatemática para tranquilizar la excitación que le provoca su "pulsión mensurae".
Y digo "goce" con todo el peso que Lacan otorgó a esa palabra. El discurso cientificista (como todos los discursos, como todos los sujetos) tiene estructuralmente una falta, un agujero, un hueco por el que tiende a escaparse lo que trata de apresar sin atraparlo jamás, es decir, su verdad. El agujero de todos los discursos es el que se establece en la desunión de su producción con su verdad.
Como expliqué en otra entrada, la producción de un discurso es incapaz de hacer emerger la verdad que se supone que le funda. Ahí está el hueco y la falta del discurso.
En el caso del cientificista, la verdad que le hace emerger (que todo es reducible a la Ciencia entendida esta como mera medida o numeración) no se puede hacer transparente a través de su constante producción (medidas de todo y todos). Hay algo que se le escapa y que tiene que ver, justamente, con el ser del sujeto humano y con la complejidad de la vida en general y de la humana en particular (con sus variables históricas y de deseo, con sus variables de poder y antropológicas). Para tapar ese hueco, esa falta, el discurso cientificista acude a su pulsión (porque ya deberíamos saber que desde el Seminario XI Lacan concibe la pulsión como un circuito que permite el reencuentro fantasmático con el objeto irremediablemente perdido). Y ahí está el goce del discurso cientificista.
Para mantener su ilusión de ser un discurso completo (sin falta o agujero), se deja llevar por su "pulsión mensurae" y sigue midiendo con el fin de crearse el espejismo de que saca a flote la verdad que le fundamenta. Pero dejarse llevar por la pulsión de forma desenfrenada acarrea una paradoja.
La medida sin control sólo crea la ilusión de que todo es medible y es una ilusión momentánea que necesita reconfirmarse y satisfacerse una y otra vez, por lo que en lugar de cimentar esa verdad, aumenta cada vez más la distancia entre su producción y la verdad. Es decir, midiendo incontroladamente, el discurso cientificista aumenta el agujero que hay entre esas medidas desesperadas y la verdad que sostiene (que todo es reducible a la Ciencia) precisamente porque esas medidas no permiten (ni permitirán) dar cuenta de lo que se le escapa: el ser del sujeto, la esencia de la vida. La pulsión de muerte se alía sin problemas con la "pulsión mensurae". Pero estamos hablando de discursos y no de sujetos.
El goce mortífero en el sujeto le acerca a su destrucción (y en ocasiones lo consigue). El goce mortífero del discurso cientificista no lo consume, sino que repercute en los sujetos que se sirven de él vaciándolos de su sentido, velando su ser y su deseo.
Crea sujetos que sólo se definen por números. Sujetos huecos. Carcasas humanas.

En el sujeto humano, el goce mortífero queda relativamente encorsetado (si todo ha ido más o menos bien) por la Ley que introduce la función paterna. Esta Ley hace que el sujeto renuncie a algo (ahí está la falta en ser) para poder obtener otras cosas más adelante (surge así el deseo humano).
La función paterna del discurso cientificista, la que introduce la Ley, es el discurso capitalista.
Pero la Ley aquí es diferente. En el sujeto humano la Ley ética introducida es la Ley de la prohibición del incesto. En el caso del discurso capitalista, la Ley que introduce es la Ley de acumular capital y de gozar consumiendo. O sea, producir y producir para consumir y desechar constantemente.
Así que el padre del discurso cientificista en lugar de introducir una renuncia que pueda humanizar la falta de ese discurso (haciendo que se establezca un verdadero lazo social entre sujetos) lo que hace es reforzar el goce de la "pulsión mensurae".
Y ahí tenemos la ley del mercado en la medida del discurso cientificista (patentando genes, productos de deshecho humano como sangre que contiene anticuerpos especiales para cierto tipo de cáncer, vendiendo un supuesto estado de salud basado en medidas, insertando el concepto de "calidad" en el sentido empresarial a nivel de las tecnociencias, alimentando la creación de expertos que no son sino individuos que han pagado por obtener una titulación de meros aplicadores de técnicas - sin sabiduría añadida - o por obtener "créditos" en forma de cursillos certificados con el sello de "calidad"...)
Por tanto el discurso cientificista sigue anclado en el goce introducido por su discurso materno, el científico (goce de la medida) y dicho goce es reforzado exponencialmente por la Ley introducida por su padre, el discurso capitalista (goza cada vez más y más).
Gozando más y más lo que se introduce sin pausa ni compasión es el vacío, la falta.
Curiosamente del vacío y la falta surge el sujeto humano, por lo que, quizá, en vez de eliminar el deseo humano y controlarlo (como pretende el discurso cientificista) puede que esté aumentando el espacio por donde el sujeto se haga presente y pueda desbaratar esta dinámica.

Cuando creemos que somos números podemos mantener esa ficción un cierto tiempo. Pero últimamente se están escuchando crujidos que, cual fenómeno elemental psicótico, retumban tras las cifras.
"No somos meros números", anuncia el movimiento 15-M.
Poco a poco el crujido del deseo del sujeto humano se va apoderando del discurso cientificista y capitalista.
Esos discursos crujen como anunciando su ruptura.
Tal vez sea momento de esperar y ver por donde rompe.
El discurso capitalista no es tal. Es decir, Lacan no lo definía como un discurso propiamente dicho, sino que era un pseudodiscurso por dos razones: la primera era que impedía el lazo social (y todo discurso se define primeramente porque el discurso es la estructura más básica que facilita el lazo social), y la segunda era que el pseudodiscurso capitalista está condenado (por la lógica de su estructura) a consumirse a sí mismo.
Y yo me pregunto ¿qué pasará con el discurso cientificista cuando la Ley que introduce su padre, el discurso capitalista, se consuma y se haga añicos?

Números.
Números y el crujido del sujeto.
Números que, por su propia esencia, no vienen cargados de sentido, sino que son lo más neutral de esta existencia.
El sujeto humano es sujeto de sentido. Y no puede encontrar su sentido en un símbolo que sólo es sinsentido, que sólo es neutro.
El sujeto no puede encontrar sentido en un símbolo que no es una palabra.
Así crujen los números.
Ese crujido es el murmullo ensordecedor de las palabras que tratan de ser contenidas por las cifras.
Pero esa contención es muy débil.
Y está crujiendo.
Y se está rompiendo.
La voz del sujeto aúlla en un murmullo a un mundo que le ha excluido.
Queda poquito tiempo para que los representantes del discurso cientificista y capitalista tengan que pagar el precio de dicha exclusión.

La revolución siempre empieza con un murmullo.
Hasta que se colapsa en un grito.
Veamos cuánto tiempo queda.

miércoles, 15 de febrero de 2012

De la soledad y sus efectos

Cuanto más estoy conmigo, más me alejo de mí.
Es el efecto de la soledad: Abre una distancia inabarcable cuanto más te acerca.
Soledad.
Que repito.
Que me condena.
Durante todos los minutos, cada día, he de convencerme de que esta soledad es elegida por mí. Que yo la decido, que yo la busco. Porque si no, creo que acabará por desintegrarme del todo. Ya que no puede enloquecerme, quizá opte por matarme.
Así que en parte me engaño, en parte me digo la verdad cuando trato de convencerme de que esta soledad la elijo yo.
Creo que el ser humano puede cargar mejor con la culpa que con el vacío.

¿Cómo poner en palabras lo que siento?
Quizá podría decir que es como si el Universo me apuñalara con el tiempo. Cada segundo, una cuchillada.
Quizá podría decir que es como si mi cuerpo fuera una pastilla efervescente, desapareciendo y perdiendo consistencia perceptiva con cada pensamiento, con cada movimiento.
Es difícil caminar cuando tienes medio cuerpo enterrado en el fango de tu inutilidad, de tu ignorancia, cuando tratas de respirar entre los escombros que, hace no mucho tiempo, llamabas "yo".

El odio intenso hacia mí mismo es mordiente. Paradójicamente engordo cuanto más me engullo.
Mordiscos. Los que me vienen de fuera son caricias comparados con los que me despedazan por dentro.
Esta angustia de llorar sólo parpadeos secos, desérticos. Si las lágrimas son un recuerdo, ¿por qué me estrangulan el pecho?
Y si no puedo llorar salvo polvo, ¿por qué las siento amarrando mis palabras?

Mi familia está lejos, mis amigos están lejos, mi amor está lejos. ¿Por qué he elegido eso? No es casualidad que cada vez que eso cruza por mi cabeza, la muerte habite mis latidos.
Quizá estoy buscando el momento exacto de mi suicidio.
Quizá detrás de las palabras de Lacan sólo busque el momento apropiado.
Quizá entre los renglones de Foucault sólo busque el espacio correcto.
Quizá esté desbrozando la maleza que impide a todo hombre matarse.

La soledad coge de la mano a la muerte. La acuna, la mece.
En un mundo violado por el hombre, sólo el hombre de verdad (el que emerge entre el naufragio de su infancia desharrapado y medio ahogado) sabe que sobra.
El suicidio como amor a la Naturaleza.
El suicidio como disculpa ante uno mismo.
El suicidio como reparación del lenguaje. Como la palabra más plena. Como la palabra más vacía.

Sé que no quiero estar con nadie.
Poquito a poco, desde hace mucho tiempo, me voy desarraigando de la vida. De una vida que no comprendo porque no la comparto.
La gente se equivoca al creer que ser adulto es asumir responsabilidades.
Ser adulto es vivirse solo.
Es bracear contracorriente para no pedir ayuda, para no destacar entre las demás bocas que aúllan pidiendo amor.
Algunas bocas llamarán a ese amor sexo.
Otras lo llamarán poder.
La mayoría lo llamarán dinero u objetos.
Pero todas, sin lugar a dudas, emplearán el término "amor" para tratar de suturar un agujero tan grande como sus vidas, como su ser.
Pocas, muy pocas, de esas personas aullarán pidiendo amor y lo llamarán amor y abrirán un cauce por el que circule su deseo y su pulsión de una forma humana.
Lo sé porque lo he leído en los libros.
Lo sé porque he conocido a personas así.

Yo, tristemente, elijo desangrarme lentamente por mi vacío.
Sin esperanzas de paternidad.
Sin esperanzas laborales.
Sin esperanzas de pareja.
Casi estoy en la tercera década de desangramiento.
¿Cuánto queda para morir?
¿Cuánto más puedo aguantar entre el odio y el desprecio hacia mí y el vacío brutal que me carcome?
¿Tanta vida desperdiciada tenía dentro que a la muerte le cuesta encontrarme?

Qué pena, joder. Buscar cariño y no poder pedirlo, buscar amor y odiarte por eso.
Soy libre.
Al menos soy libre.
Es un consuelo tan bueno como otro cualquiera cuando meditas sobre el suicidio.
No hables, chaval. Así sólo prolongas el tiempo.
No hables.
Actúa.