domingo, 15 de julio de 2012

Angustia

Había una cualidad de magnética repulsión en su imagen reflejada en el espejo.
Hacía ya un tiempo que evitaba mirarla y encontrarse con la mezcla de vergüenza e impotencia que los ojos del extraño le devolvían desde la superficie reflectante.
Aun así apenas podía sustraerse, en los escasos momentos en que se lo permitía, de contemplarse y devorarse con los ojos, hasta alcanzar el principio de esa extrañeza que desubica la propia subjetividad y la sitúa como lo que es, el primero de nuestros engaños. Un diálogo silencioso entre dos extraños, el uno invisible, el otro inexistente.
En esos escasos pero inconmensurables momentos se obligaba a recorrer las costras rojas que orlaban su rostro producto de dos características que el consideraba intrínsecas a su ser: el intento fallido de comprensión de lo de fuera y lo de dentro y el miedo cerval a los otros.
Los desfiladeros negros de incontables ojeras, las escamas de piel sobre las costras como la espuma estancada de una marea de óxido, los parches irregulares de su débil barba como los remiendos de unos pantalones gastados, la desproporción inconexa de su nariz, el verde desvaído de sus ojos... Todo formaba una extraña topología. El pensaba que tal vez fuera una topología de sufrimiento y odio. Pero se equivocaba, pues sufrimiento y odio ya eran algo. En realidad su rostro conformaba una de las infinitas topologías que adopta el vacío, la nada.
El espejo siempre lo escribe, pero él nunca sabía leerlo. Se puede no ser siendo, pero jamás se puede ser no siendo. Preciosa forma de ubicar la esencia del humano en la palabra.
En ese desvarío de imágenes y lenguaje que eran sus conversaciones con el espejo casi podía comprender que alguien le hubiera dicho una vez que era un susurrador de almas. Sobre todo si, a través de la propia historia, se llega a la conclusión de que el susurro es el timbre de voz de la angustia. A las de los otros, susurros. A la suya, el silencio, que es el grito de guerra de la angustia.

El amor le estallaba como la sangre en una aorta trombosada, marcando su cuerpo, delimitando su abismo. Matando por exceso de vida.
En las acuarelas de sexo con ella, en las palabras líquidas de ella aún no podía entender de qué forma él había pasado de vivir el amor como una experiencia sublime a sufrirlo como la garra de una deuda subjetiva. Todo parecía remitir a lo mismo, la filosofía del egoísmo, la extrañeza descarnada de su propia imagen, las costras de miedo sobre su piel.
Todo lo que le había indicado su lugar en el mundo se desvaneció en un momento indeterminado.
¿Era posible una topología sin espacio?
La casa familiar del amor ahora era un continente jamás visto anteriormente. Lo curioso es que reconocía perfiles, siluetas, sombras pero era incapaz de formar el mapa.
La palabra que nombraba el pegamento que mantenía unidas las relaciones con los otros era ahora como de un idioma extranjero imposible de pronunciar para él.
No es que renegara del amor, sino que su gramática se le había vuelto incomprensible. Incomprensible tal vez por demasiada angustia.

Y, bordeándolo todo, los restos del cementerio de su infancia.