sábado, 13 de octubre de 2012

La música de dos cuerpos tratando de unirse

I: Clave

El preludio silencioso de dos cuerpos desnudos acercándose lentamente sobre la cama mientras se acarician tímidamente con la mirada sólo finaliza con el sonido de las marcas.
El brillo agalmático de la clave de sol y la insinuación abierta en media luna deseante de la clave de fa posibilitan que dos bocas se unan en lo real de la clave de do.

II: Tempo

Salvajemente suave.
No existe ninguna palabra que aúne los contrarios del movimiento. El adagio del recorrido de la lengua sobre el otro cuerpo y el fortissimo desesperado de las manos hundidas sobre la otra piel.
El tiempo se hace añicos para atrapar el tempo de dos cuerpos entretejidos.
Dos vacíos que forman una espiral ondulante, sin pausa en el girar.
Tornado de vibraciones desiguales que, sin embargo, de alguna forma extraña y casi mágica van al unísono.
Bocas, dedos, ojos y olores que golpean unidos tratando de romperse.
Es en su quebrantamiento donde larguissimo y prestissimo existen anudados.

III: Ritmo

Dos partituras de latidos diferentes.
El sonido de un instrumento de cuerda y el de uno de viento.
Un canon de carne en dos registros distintos.
Un ser en dos nadas condenadas a la soledad. Una nada en dos seres engañándose sobre la unión.
El engaño tiene voz de verdad en ese lapso de tiempo donde el instante deja lugar al acontecimiento.
Encuentro de dos cristales agrietados.
Dos lenguajes musicales tan opuestos, sonido y color, emoción y pensamiento, palabra y significado, se sincronizan en el pentagrama del cuerpo.
Cinco líneas, cinco sentidos.
Y cuando cada uno cree que su corazón late al ritmo del otro, que sus movimientos y desplazamientos son a la vez pregunta y respuesta a los del otro, que su respiración es el ritmo de la del otro, la soledad y el peso de la existencia no se desvanecen, pero se tornan drásticamente más livianos en la mezcla rítmica de dos orquestas de aliento mezcladas en esa eternidad efímera.
Son transformadas en humo a través de los jadeos.
Niebla que no vela lo que no se es pero que brevemente oculta lo que no se quiere ser.

IV: Compás
 
En esa composición a la vez inevitablemente improvisada e improvisadamente inevitable está permitido que un beso pueda adoptar la forma de un 4 por 4 mientras una caricia se desliza a 5 por 8 sobre un fragmento de piel que palpita a 7 por 8.
3 por 4: Tres huecos insondables en el cuerpo del ser, cuatro labios compartidos.
Semifusas de miradas, corcheas de gemidos, manos blancas y voces negras.
Es sólo aquí donde el binario de dos muertes puede crear el ternario de una vida.
Cada parte de un cuerpo es una nota ligada a otra diferente de otra parte del otro cuerpo.
El compás crea una melodía de ligadura infinita. Sólo espaciada por el tiempo eterno que ocupa el lugar entre la mano que se separa para aferrar otra parte de la otra piel o el labio que se desune para saltar hacia otro hueco.

V: Tonalidad

Suenan los colores.
Mil tonalidades en un sólo movimiento.
Mayor y menor se dan la mano en cambios que sólo tratan de armonizar lo irrepresentable.
Dos cuerpos buscando el mayor éxtasis para experimentar entonces que sólo son el menor de nada.
Muerte pletórica entre los instersticios de dos vidas.
Llaves sonoras que se rompen en cuerpos cerrados y aun así son atravesados.
Por un instante el universo se ha abierto.
Justo lo que dura un parpadeo.
Se repite. Dos puntos y una doble barra. Vuelta al principio.
Pero cada vez es distinto.
Dos cuerpos suenan. Y repiten.
Dos cuerpos en relación suenan. Ese sonido es el armazón que contiene el enigma y la X.
Pero no para desvelarlo, sino para preservarlo. Preservarlo de los ojos y de la respuesta cuyo sonido los dejaría no ser humanos, cuya lectura mataría lo que son siendo no ser.
La relación de dos cuerpos es relación musical.
La relación musical es el ser de la tonalidad.
Pero la tonalidad de la relación musical de dos cuerpos sólo existe en sostenido.

VI: Armonía

Es imposible.
Y sin embargo, ex-siste.

VII: Coda final

La sinfonía de dos cuerpos es siempre inacabada.
Siempre termina antes.
Antes de tiempo.
Así que deseamos que alguna vez la sinfonía acabe después del tiempo.
Después de haber estado viviendo allí. El lugar mítico donde la música estaría completa.
La sinfonía inacabada de dos cuerpos sólo abre la puerta a dos decisiones.
Una es la muerte en la angustia desoladora de un vacío sin tocar ni ser tocado.
La otra es la repetición de la partitura.
Esa es la coda de cada cuerpo.
Lo que marca el final obliga ineludiblemente a su repetición.
Esta dulce, deseada y bienhallada repetición.
Pues dos cuerpos entrelazados no pueden ser más que una coda de sexo.



P. S: Si has tenido la paciencia de leer esta entrada, te recomiendo que lo vuelvas a hacer despacito al ritmo de la música que me ha acompañado en su escritura: Cuando el mundo acaba (when the world ends) de Atra Aeterna. Si el papel y la tinta son el soporte de las palabras, la música es el soporte del papel y de la tinta.

lunes, 8 de octubre de 2012

Cuando te rompes y tu lenguaje se quiebra contigo

Cuando te rompes, tu lenguaje se quiebra contigo.
En esos momentos de angustia animal donde los colores se hacen añicos en lo profundo de las cuencas oculares, el aire se solidifica en tus pulmones y casi es como respirar roca.
Entonces las palabras desaparecen. No deja de ser curioso como tus pensamientos se abrazan a las emociones y sin embargo no hay palabras.
Lo único que sale de la boca es un aullido pretérito por lo ancestral y arcaico.

Cuando te rompes y tu lenguaje se quiebra contigo el único sonido que podemos pronunciar es el desesperado llanto del bebé.
Un sonido estridente y afilado que arrastra fuera de uno los restos de entrañas que ha cortado en su camino al exterior.
 Es una vocal infinita. Infinita y empapada de sal.
Ese sonido que movería a la más profunda compasión o lástima si alguien pudiera oirlo sacude el cuerpo en espasmos.
Como si uno estuviera vomitando la esencia de su palabra más íntima. Esa palabra que permanece soldada al cuerpo y por tanto arrancarla significara desollarse vivo.
El cuerpo convulsiona, las manos se abren y cierran frenéticas en un intento de poner palabras con los dedos a una boca que sólo está abierta a las vocales.

Cuando te rompes y tu lenguaje se quiebra contigo sabes lo que es la muerte.
Es ese vacío inmenso entre tu labio superior y el inferior. El vacío por donde se escapan tanto tu culpa como tu dignidad. De los ojos y la nariz salen ríos de agua y sin embargo no deja de ser curiosa la sequedad de la lengua.
La boca abierta y la muerte en medio.
Pueden ser dos minutos o tres horas pero en ese lapso temporal de quebrantamiento subjetivo uno sólo es cuerpo. Y eso destroza.

Cuando te rompes y tu lenguaje se quiebra contigo eres entonces un niño reducido a un cuerpo, un cuerpo reducido a un agujero abierto por donde se escapa todo, un agujero reducido a una vocal.
No hay frases.
Ni palabras.
Ni sílabas.
Sólo el ululante latigazo de una lágrima habitando la garganta.
Sólo el aullante mordisco de un sonido vaciando las entrañas.

Sólo el testamento de un bebé.

sábado, 6 de octubre de 2012

Sobre la ciencia y el lenguaje

Hoy he sentido el impulso de escribir sobre el tema que lleva presidiendo mi concepción del mundo humano desde hace tres años: el lenguaje, aunque confieso que siempre ha sido un tema latente en mi interior desde mi ya lejana adolescencia.
Este impulso se ha debido fundamentalmente a dos conversaciones que he mantenido con dos personas distintas, ambos amigos muy queridos y admirados. El primero es uno de los mejores psicólogos clínicos que he conocido y al que me unen muchísimas cosas tanto en gustos como en concepción de la vida, el segundo es uno de los mejores médicos que he conocido, no sólo por su vastísimo conocimiento médico y cultural sino especialmente por sus valores profundamente humanos que siempre han regido su práctica con los pacientes y que han forjado su visión intuitiva y acertada de las personas.
Voy a contextuar y a resumir lo fundamental de las conversaciones para finalizar con mi propia reflexión.

PRIMERA CONVERSACIÓN

La tetería permanece con esa luz tenue que difumina las formas y que facilita la fluidez de los pensamientos y de las palabras. Compartimos nuestra segunda jarra de cerveza y nuestro tercer narguile. El humo con aroma de naranja dibuja la silueta del diálogo que intercambiamos un psicólogo clínico existencialista  y un psicólogo clínico con aspiraciones psicoanalíticas excesivamente solapadas con Lacan.
La conversación ha girado desde el deseo humano hasta los objetos que lo recubren y en ocasiones lo llegan a enterrar.
Mi amigo comenta los mecanismos actuales que la sociedad utiliza para ocultar e intentar apagar la angustia individual y que resume fundamentalmente en dos: los derivados de ensalzar la belleza corporal hasta el ideal de perfección (cuerpos cincelados y perfectos, ropa bonita y cara) y los anestésicos de masas (programas del corazón y el fútbol). Hablamos de la ficción necesaria que encierra todo discurso y de la obligatoriedad de que cada uno forge sus propias defensas ante la angustia, pero sabemos que algunas defensas son más mortíferas que otras.
Yo añado que los mecanismos que mi amigo ha definido tan claramente son el efecto de una estructura que está en la base de la relación social actual y que identifico con el discurso de la Ciencia cuando esta pierde su horizonte y se convierte en cientificismo. Es decir, cuando la Ciencia deja de lado las aportaciones de la Filosofía, de la Ética y del Humanismo. Comento que el discurso cientificista se rige por dos ideales crueles: el de asegurar que todo lo que compone el Universo y especialmente todo lo que concierne al ser humano puede ser calculado, medido y finalmente puede ser abierto al ojo para que el enigma del amor, la muerte y el deseo desaparezcan y la idea de que cuando se consiga eso la felicidad individual estará al alcance de todos, puesto que todo lo que uno desea para sí o todo lo que uno desea ser podrá ser comprado y obtenido. Sostengo que eso falla desde la base, porque el discurso cientificista no puede concebir que la esencia del ser humano no sea material o biológica, no puede concebir que si el ser humano es algo, ese algo es un vacío que no se llena, sino que sólo se recubre de lenguaje y de objetos que son nombrados por palabras. Es decir, que el discurso cientificista solapa soporte material, que sería la biología, con la esencia del ser humano. No niega que haya propiedades emergentes del cuerpo humano que formarían su psique (pensamientos, emociones, deseos...), lo que hace es reducir estas al cuerpo biológico. Para el discurso cientificista todo lo humano puede ser reductible a la biología y ésta a su vez puede ser reductible a leyes físico-químicas que a su vez encontrarán su máxima reducción en el lenguaje matemático.
Mi amigo concuerda conmigo y aporta un ejemplo valiosísimo. Se refiere a los libros que el afamado científico y divulgador de la ciencia catalán Eduard Punset y su hija escriben y venden. Libros como "Brújula para navegantes emocionales", "El viaje a la felicidad" o el ilustrativo "El alma está en el cerebro" y que se han convertido en bestsellers en poquísimo tiempo.
La gente los compra ávida de obtener respuestas para extinguir la angustia y el deseo que la cercan y la definen. El problema es que la angustia y el deseo no pueden ser reducidos a la biología, ellos surgen del choque entre cuerpo biológico y lenguaje. Ese choque produce dos cosas en las personas: las convierte en seres humanos y les quita algo que ni la biología ni el lenguaje podrán recuperar jamás, ese algo es el equilibrio natural con el que nacemos.
Por ello, a pesar de las promesas del discurso cientificista en relación a la felicidad y a la ausencia de angustia definitiva, la gente oculta su deseo y su angustia de tres formas; a saber, manteniendo la ilusión de dicha promesa, tapando la angustia que se escapa por las junturas mediante la imagen corporal de perfección y tratando de olvidar esa angustia a través de un diálogo con los otros respecto a los programas del corazón y el fútbol.
El humo afrutado sigue delimitando nuestro intercambio de palabras y mi amigo y yo nos miramos sabiendo que el precio de no ser demasiado ignorante es siempre la soledad.

SEGUNDA CONVERSACIÓN

Mientras estoy tumbado en el sofá rodeado del humo de la cachimba de la que hace poco he disfrutado, escucho a través del teléfono la voz cansada y abatida de un médico al que quiero y aprecio.
Después de desanimarnos mutuamente recordando el clima laboral y el futuro negro que nos acecha y nos envuelve después de casi la mitad de nuestra vida dedicados al estudio y a la formación, el tema deriva hacia la cuestión del doctorado.
Mi amigo está concluyendo la tesis a la que lleva dedicando cuatro años y que amablemente me resume de una forma clara y adaptada a la ignorancia bruta que tengo respecto a ese tema.
Por respeto y confidencialidad no puedo exponer su tema de investigación pero destacaré que su tesis no sólo es novedosa e innovadora, sino que puede ayudar (y muchísimo) al avance crucial en el tratamiento de una enfermedad peligrosa y mortal que es más prevalente de lo que uno podría pensar a primera vista.
Conozco a mi amigo y sé de su tremenda capacidad de trabajo, por eso no me sorprende la minuciosidad y la dedicación de la que su investigación hace gala, pero me asombra la profundidad a la que está llegando y lo hartamente importante que entonces veo que es su trabajo.
Mientras él me explica que la enfermedad que investiga varía muchísimo tanto en su presentación como en su evolución dependiendo no sólo del país sino también de la región del país en que nos centremos, un relámpago cruza mi mente. Él estudia todas las variables (y son muchísimas) que pueden incidir en esas diferencias y de repente me pregunto si esas diferencias podrían ser explicadas desde otro punto de vista que no fuera el biológico, sino el subjetivo, el del deseo y el goce propios de cada uno que siempre son diferentes e individuales. Como carezco de información, desecho esa idea como peregrina, pero algo se queda en mi interior y me remite al universo de la psicosomática.
Mi amigo me explica su tesis, los avances que está realizando y los objetivos que pretende conseguir. En esos momementos veo la Ciencia tal y como él la ve y no puedo dejar de maravillarme. Cuando él habla de la Ciencia, ésta parece abrir un mundo insólito de posibilidades. No sólo eso, sino que la Ciencia, en los labios de mi amigo, se acompaña de una curiosidad incesante, de un cuestionamiento continuo, de una lucha exacerbada por la imaginación y la creatividad.
Para alguien como yo aleccionado en exceso de los peligros de una Ciencia inhumana es completamente refrescante poder sumergirme en una perspectiva que tiendo a olvidar, la de los beneficios humanos de la Ciencia.
Creo que esa sensación sólo la pude tener porque era mi amigo quien hablaba, pues sus palabras no negaban el enigma insondable del ser sino que aportaban un camino diferente del que yo empleo para su dilucidación. No obstante, el camino de mi amigo es fuerte y aporta maravillas precisamente porque él no trata de imponer su visión, sino que la añade como alternativa a considerar.
En otras palabras, mi amigo no usa la Ciencia para obtener poder sino comprensión. Él no olvida los límites de su campo de actuación y al no olvidarlos me recuerda los límites del mío. Lo cual le agradezco en el alma.
Nos despedimos con la promesa de vernos pronto y compartir una buena cachimba y un mejor diálogo, más extenso y profundo.

Estas dos conversaciones que mantuve con apenas una semana de diferencia me sitúan en los dos extremos inevitables de la Ciencia, el peligroso (ilustrado por el borramiento subjetivo e individual de lo que cada ser humano porta en su seno haciendo peligrar por tanto la libertad y la innovación) y el deseado (sostenido por los logros incuestionables en relación a esperanza de vida, comodidad y tecnología).
No voy a entrar en la posible solución de este dilema, puesto que el que sea más o menos intuitivo o medianamente culto sabe que dicha solución radica probablemente en el término medio aristotélico, una Ciencia que no fagocite otros discursos que la complementan y le dan base como el discurso de la Filosofía, el del Psicoanálisis o el del Arte. Una Ciencia que en su avance se piense a sí misma y las consecuencias que provoca tanto en el mundo cultural y medioambiental como en el mundo humano individual. Lo cual remitiría a dos preguntas éticas clásicas fundamentales: ¿el fin justifica los medios? y en consecuencia ¿los seres humanos somos medios o fines en sí mismos?
Tampoco voy a desplegar una disertación sobre aproximaciones epistemológicas que pueden acercar la solución, como por ejemplo la concepción de pensamiento complejo desarrollada por el sociólogo Edgar Morin (expuesta brevemente en su libro "El pensamiento complejo") o incluso el propio psicoanálisis tratado desde el enfoque de Jacques Lacan ("La Ciencia y la Verdad" en el libro "Escritos") o la valiosísima aportación del anarquismo científico del filósofo Paul Feyerabend ("¿Por qué no Platón?"). También resulta obligatoria la concepción de Michel Foucault ("La arqueología del saber", "Las palabras y las cosas"). A los interesados les remito a las fuentes bibliográficas fundamentales y a los desarrollos de las mismas.
Lo que me interesa es la base del dilema en sí, es decir, la división misma que está en el fondo.
Y la división misma sitúa al sujeto humano que la piensa en los dos extremos, el peligro y el deseo. Indisociables e inseparables.
¿Por qué? Porque la Ciencia no deja de ser un discurso, lo cual desde el psicoanálisis significa que no deja de tender a proporcionar formas de satisfacción y de cumplimiento de deseos.
Si partimos de la idea de que el ser humano en su núcleo es un vacío, una falta en ser, podemos entender que surja necesariamente el deseo, entendido como ese movimiento que nos impulsa a completar el vacío que somos. Lo cual solemos identificar con una sensación placentera y, finalmente, con la felicidad individual.
Los discursos surgen entonces con dos objetivos. El primero es el de ayudar a crear lazos sociales. Es decir, facilitan la relación entre los seres humanos, puesto que si hay una mayoría que comparta un universo discursivo (de lenguaje) podremos identificarnos con las palabras que ese discurso nos ofrece y satisfacer esa angustia y ese deseo que surgen de la propia falta en ser (que a su vez surge por haber incorporado el lenguaje al cuerpo biológico). El segundo objetivo va unido al primero y consiste en que todo discurso proporciona formas concretas de satisfacción de deseos. Si nos identificamos a las palabras base de un discurso específico, tenderemos a satisfacernos por los medios que ese discurso proporciona.
Por ejemplo, los discursos nacionalistas (sean cuales sean) producen formas de obtención de placer y de satisfacción de deseos desarrollando el interés por una gastronomía propia o formas de ocio particulares y específicas (el discurso nazi ensalzaba la música alemana, el discurso del nacionalismo español ensalza la cultura del tapeo, etc.)
A su vez el discurso de la Ciencia proporciona también formas de satisfacción del deseo, sea la comprensión propia y el saber que los investigadores alcanzan, sea la posibilidad de hacer realidad nuestras fantasías más utópicas (pastillas que curen el sufrimiento, comunicación a millares de kilómetros de distancia o postergación de la muerte de forma indefinida).
Entonces, si los discursos (y nos centramos en el de la Ciencia) producen satisfacción de deseos, ¿por qué se sostiene que tienen un extremo de peligro? Si la Ciencia nos ayuda a alcanzar deseos y fantasías que anhelamos profundamente, ¿cómo puede ser eso peligroso?
Simplemente porque el deseo, como he comentado antes, está anudado al peligro. El peligro del deseo es su extinción (o su realización absoluta que viene a ser lo mismo). Voy a tratar de explicar esto brevemente.
Si hemos partido de la base de que el ser humano es un vacío, una falta en ser, y ese vacío provoca la aparición del deseo como un medio de tapar ese hueco que produce angustia, entonces lo más importante no es la satisfacción del deseo, sino el deseo en sí mismo. Mientras estemos en falta de algo y deseemos un objeto que no tenemos como ilusión de que obtenerlo nos calmará, nuestra angustia estará canalizada en el recorrido de ese deseo. No obstante, si alcanzamos el objeto que deseamos, el vacío que nos define (y la angustia brutal que emana de él) se presentifica de nuevo en nuestro interior y necesitamos llamar de nuevo al deseo para canalizarla de nuevo. Es decir, la realización de un deseo siempre conlleva un tiempo de angustia después del placer experimentado. ¿Por qué si no los franceses llaman al orgasmo la "pequeña muerte"?
El peligro del deseo justamente es que se cumpla, porque poco después surgirá la angustia. Ya el saber popular nos lo advierte con ese dicho de "ten cuidado con lo que deseas porque puedes conseguirlo".
Nos adentramos entonces en el peligro que tiene un discurso como el de la Ciencia cuando se arrostra el poder de satisfacer cualquier deseo, de paliar cualquier atisbo de angustia individual. Sin deseos, lo único que queda es una angustia insoportable. Es lo que se escapa entre las junturas del cientificismo y que éste no puede resolver. Por eso los libros de los Punset no solucionan nada, sino que acaban produciendo más angustia.
Esto nos lleva al punto de anudamiento fundamental entre Ciencia y Lenguaje.
La Ciencia como todo discurso se vale del lenguaje y precisamente el lenguaje es el que nos produce a las personas el problema fundamental que nos define. Por un lado el lenguaje nos quita el equilibrio natural (nos provoca en nuestra esencia un vacío, una nada, una falta) y a su vez nos hace entrar en la dialéctica del deseo. El lenguaje provoca que necesariamente deseemos. Por otro lado sólo a través del lenguaje podremos satisfacer el deseo que el mismo lenguaje nos ha provocado. De forma muy burda para que se entienda diré que sólo podemos desear aquello que podemos nombrar. Cuando podemos nombrar algo, podemos hacer de ese objeto la meta de nuestro deseo y tratar de alcanzarlo.
Sin embargo, la falta (el vacío) que el lenguaje ha introducido en el ser humano es estructural, es decir, es irremediable. Lo que hemos perdido, lo hemos perdido para siempre y por tanto no habrá jamás ningún objeto que calme definitivamente nuestro deseo por más que quisiéramos que eso no fuera así.
Por ello la vida humana es plena sólo en la insatisfacción, sólo en el tiempo que alcanza el recorrido de un deseo antes de satisfacerlo, pues es en ese recorrido cuando nuestra angustia se encuentra más calmada y con un objetivo.
Vemos entonces el peligro del discurso de la Ciencia no cuando utiliza el lenguaje para poner objetos de satisfacción de deseos a nuestro alcance, sino cuando afirma categóricamente que será capaz de satisfacer el deseo definitivamente. Que eso sea una imposibilidad no impide que tenga consecuencias y efectos en las personas y en la forma de relacionarse, también en la forma que toman los deseos de esas personas, ya que les deja sin respuesta ante la angustia que experimentan cuando han satisfecho sus deseos por medio de los objetos de la Ciencia y siguen insatisfechos. Debido a ello es obligatorio que desarrollen mecanismos superficiales (charlas de programas del corazón y de fútbol que disfrazan esa angustia) o mortíferos (preocupación excesiva por la belleza corporal que llega a deformar el cuerpo o lleva a morir en un quirófano de cirugía plástica).
De ahí la sensación de frescura que experimentaba en la conversación con mi amigo el médico, pues el trasfondo de sus palabras hacía del discurso de la Ciencia un discurso que proporcionaba satisfacción del deseo sin sofocarlo.
He ahí el término medio aristotélico y la posible solución al dilema de los extremos que produce cualquier discurso y, especialmente, el de la Ciencia.