viernes, 20 de diciembre de 2013

No hay metalenguaje

No hay metalenguaje.
Es lo que sentenció Jacques Lacan en su seminario 20 "Aún".
No hay metalenguaje significa que no hay un lenguaje más allá del lenguaje. Esta simpleza se olvida. Se olvida siempre.
Hablamos.
Y después hablamos de lo que hemos hablado para volver a hablar de lo que hemos hablado sobre lo que hemos hablado.
Así se abre la espiral que gira en torno a un único centro innombrable, indecible.
Apoyamos nuestro ser sobre las palabras de Otro. Al hacerlo, perdemos nuestro ser y tratamos de reencontrarlo en las mismas palabras que lo disolvieron. Así que hablamos. Hablamos como derrotados desde el principio.
Una falta de ser que trata de escribir lo que es imposible que sea inscrito.
Por eso retorna de nuevo.
Lo imposible golpea a la puerta de nuestro ser. Sólo podemos responder con palabras que no lo alcanzan.
Los límites de la realidad son los límites del lenguaje, afirmaban Jacques Lacan y Michel Foucault, pero entonces ¿lo que está fuera del lenguaje no existe? Eso que golpea una y otra vez y que no puede ser dicho ¿es irreal?
Existe. Que no forme parte de la realidad no significa que no sea real.
Así lo atestigua la angustia, ese "afecto que no miente" en palabras de Lacan.
La angustia es el único signo de la existencia de ese fuera del lenguaje. Sentimos angustia y no podemos decir nada más. Sólo una palabra que marca una frontera. No es un concepto, no es una descripción, es sólo el testimonio de que algo se siente en el cuerpo y no puede ser nombrado.
Lo que provoca afectos en nuestro cuerpo es ese real innombrable y sobre el que el lenguaje da vueltas, circunsbriéndolo sin llegar a tocarlo.
La realidad excluye lo real.
Sobre esa zona oscura, sobre ese agujero en nuestra topología psíquica el cual, sin embargo, se vivencia siempre como excesivamente lleno, se construye el lenguaje tal y como lo entendemos, es decir, con los aparentes efectos de comunicación.
Efectos de comunicación siempre incompletos, siempre cojos.
Un lenguaje que habla del lenguaje no deja de ser lenguaje y, por tanto, arrastra el núcleo innombrable de lo que es un real para el sujeto que construye un lenguaje sobre el lenguaje.
No hay metalenguaje entonces.
A la deriva sobre ese real fuera de la realidad, fuera del lenguaje, el sujeto repite el sufrimiento.
El sujeto sufre porque habla y habla porque hay algo que nunca puede llegar a decir.
No hay metalenguaje pero hay angustia.
Angustia, la declinación más básica del sufrimiento humano.
Al igual que hablamos una y otra vez sobre lo que no podemos decir que, no obstante, nos habita y nos sacude, repetimos una y otra vez lo que nos duele. Precisamente porque ese real trata de hacerse realidad. ¿Cómo podemos escribir lo insoportable en nuestra realidad cotidiana? Sólo mediante la angustia, sólo mediante la repetición que Freud descifró hace casi cien años.
Hay un real fuera del lenguaje que produce angustia en el cuerpo. La angustia repite lo que para el sujeto más le hace sufrir. Esa repetición angustiosa es el signo de la existencia de lo innombrable, de lo irrepresentable sobre el que el lenguaje bordea. Es angustiosa porque la repetición es siempre fallida.
Si está fuera del lenguaje, ese real jamás podrá ser dicho, por lo que todos los intentos de armonizar el cuerpo con la palabra están condenados al error. El sujeto yerra al hablar de la angustia y yerra en lo que hace, encontrándose de frente con lo que más le hace sufrir. Por lo que vuelve a empezar una repetición idénticamente diferente del yerro.
Esa repetición insensata, aparentemente ilógica, sólo comprensible fuera del discurso de la ciencia (un lenguaje que habla del lenguaje), le llevó al mismo Freud a formular una subversión de la ética.
"El sujeto no busca su propio bien", afirmó el neurólogo austríaco, condenándose así a los ojos del cientificismo por venir.
A diferencia de toda la tradición filosófica, de todo ideal científico que defendían (y defenderán) un encuentro posible del sujeto con la felicidad, el psicoanálisis por boca de su inventor se posicionaba en el polo opuesto.
El sujeto no busca su propio bien.
Esta sencilla frase casi siempre resulta insoportable, inconcebible. Más aún en nuestros días. ¿Cómo puede alguien no acceder a la felicidad en una sociedad tecnológicamente avanzada que cubre las necesidades básicas?
La ciencia en nuestros días, como antes intentó la moral, pretende haber encontrado el medio de nombrar lo que no está en el lenguaje. Especialmente en lo que tiene que ver con lo humano.
La ciencia no se permite asumir que lo que nos humaniza es hablar siempre alrededor de algo indecible.
Por eso la ciencia asume que hay metalenguaje. Toda su fuerza proviene de tomar como axioma que su lenguaje (el de la ciencia) puede dar cuenta del malentendido, del yerro, que el sujeto mantiene con su propio lenguaje. Un metalenguaje que nombraría por fin lo que el lenguaje subjetivo es incapaz de decir.
Al sujeto actual, por lo tanto, le quedan dos salidas extremas: o se identifica con una moral sin tacha disolviendo su ser en una imagen completa que tapona el sufrimiento al que su propio real le obliga, o recurre al saber metalingüístico de la ciencia que promete una felicidad a través de un saber ignorante de lo que lo hace nacer y lo sustenta, ya que, en realidad, jamás hubo metalenguaje.
El resultado en cualquiera de los dos casos es la presencia constante de un sufrimiento inasimilable.
La moral o la ciencia pretenden dar respuesta a los grandes enigmas de la naturaleza humana. ¿Qué es ser un hombre para una mujer? ¿Qué es ser una mujer para un hombre? ¿Qué es la muerte? ¿Qué es la locura? ¿Cómo alcanzar la felicidad subjetiva?...
El sujeto que se somete a los dictados de esos saberes ignorantes de su propio origen acaba, de la misma forma, errando. Pero el yerro es aún más doloroso por cuanto que el sujeto había depositado sus esperanzas de felicidad en dichos saberes.
Acaba así desnudo, desamparado en la maraña de un lenguaje que afirma ser metalenguaje pero que, sin embargo, no da cuenta de lo que el sujeto acaba repitiendo en su sufrimiento.
La moral o la ciencia se ven impotentemente desbordadas por ese real que hace surgir al sujeto como efecto de lenguaje. Es como tratar de detener la corriente de un río con un grano de arena.
El metalenguaje, que no es tal, de la ciencia y la moral intenta sumergirse en lo indecible y acaba absorbido por él.
A partir de aquí el sujeto realiza esfuerzos increíbles por sostener aquello en lo que a su vez se sostiene.
Puesto que el sujeto cifraba sus esperanzas de felicidad en estos saberes y con ellas, en lo profundo, entregaba su propio ser, se ve obligado a mantener la palabra dada aun perdiéndose más y más a sí mismo.
La paradoja es que cuanto menos la ciencia o la moral son capaces de responder al real indecible sobre el que el sujeto da vueltas, se angustia, sufre y repite, tanto más el sujeto lucha por mantener la legitimidad de dichos saberes.
Por lo que se ve obligado a sufrir más y más.
Los saberes de la época no dan el encuentro perfecto entre la palabra y el cuerpo, no resuelven el sufrimiento, no proporcionan la solución al dolor de existir, pero el sujeto entregó su esperanza y su ser a ellos, por lo que adquirió un compromiso. Esos saberes le sostendrían. Si esos saberes no cumplen su parte, es decir, no sostienen al sujeto, éste se ve llevado a sostener esos saberes que lo sostienen, ya que si no sostiene lo que le sostiene acaba cayendo en una catástrofe subjetiva. Por lo que el sufrimiento se acrecienta.
El lenguaje que se creía metalenguaje se ve invadido por lo que desconoce puesto que no lo puede nombrar. Es lo que nos muestra la imposibilidad de dichos saberes para responder al sufrimiento del sujeto. Así surge el aumento de la angustia en el sujeto, el cual tiene que soportar la existencia de la suya propia y la angustia de los saberes que no se sostienen ni a sí mismos ni al sujeto.
Los saberes que se otorgan a sí mismos la respuesta ante lo real al elevarse a la dignidad de un metalenguaje idílico resulta que no pueden nombrar lo innombrable. Al no poder nombrar lo irrepresentable continúan sin comprender el núcleo del sufrimiento humano.
Y todos sabemos que el miedo surge ante lo que no se comprende.
Así el sujeto queda torturado por el miedo ante lo incomprensible de su propia angustia y por la trampa de acabar sosteniendo lo que, en un principio, aparentaba que le sostenía a sí mismo.
El espejismo acaba tomando realidad al precio del cuerpo del sujeto, pues los saberes de la época siguen dominando el vasto imperio del poder. Sin embargo, a mayor dominación, mayor proporción de sujetos sufriendo incapaces de salir de la trampa.
El espejismo de lo imaginario se alimenta de la angustia de unos sujetos que comprometieron su cuerpo al saber. Aquí quizá podamos observar la incidencia del biopoder foucaultiano desde el lado del sujeto.
Por tanto, un real de cuerpos rotos de angustia sostienen saberes completos en el espejismo imaginario de lo social.
Todo esto no es más que la consecuencia que el sujeto obtiene al rechazar de su conciencia el descubrimiento freudiano respecto a la ética. La consecuencia por parte del sujeto de creer, hasta el punto de jugarse la vida del deseo, que realmente uno busca su propio bien.
Asumir que el sujeto no busca su propio bien no resuelve el yerro, no proporciona la completud ni acaba por nombrar lo innombrable. Más bien al contrario, hace al sujeto consciente de su propia imposibilidad.
Esto que a priori parece condenar al sujeto a un callejón sin salida acaba abriendo la puerta a la esperanza más auténtica.
Asumir que el sujeto no busca su propio bien es posicionarse en un discurso que no se toma a sí mismo por metalenguaje, un discurso que toma en cuenta lo real que no cesa de tratar de inscribirse en el lenguaje sin conseguirlo. Al hacer esto, este discurso es el más honesto para con el sujeto.
Un discurso de este tipo, donde se posiciona el psicoanálisis, hace comprensible el límite de la incomprensibilidad del sufrimiento humano. Permite que el sujeto pueda inventar salidas ante la repetición de su propio sufrimiento, de su propia angustia. Siempre que él lo decida, claro.
De todas formas, ese núcleo real siempre queda elidido del lenguaje y, por tanto, el sujeto parece condenado a una repetición sin fin a pesar de las posibles inventivas que ponga en práctica.
Ahí es donde el psicoanálisis ofrece una solución. No se trata de subsumir ese real en lo simbólico, no se trata de nombrarlo definitivamente ni de hacer que desaparezca, puesto que, por lógica, es imposible.
Se trata de que el sujeto le halle una función.
Que el sujeto le encuentre una función a lo real respecto a lo cual el lenguaje gira entre el sentido y el sinsentido no significa que deba ser útil.
Funcionalidad no es lo mismo que utilidad. Debemos remarcarlo para no acabar cayendo en un utilitarismo devastador, ya que el utilitarismo es uno de los nombres de los saberes de esta época que se ofrecen como solución al sufrimiento.
Más bien de lo que se trata es de que el sujeto encuentre una función, aunque sea inútil, a ese real que parasita su cuerpo al margen del lenguaje.
Al final se trata de hacer arte, puesto que el arte es inútil en el sentido de que no sirve para nada, pero a la vez el arte firma, da cuenta, de algo singular fuera del lenguaje.
Evidentemente, no se trata del arte que busca la mirada del público (aunque bien puede serlo), sino del arte que se ubica en el propio sujeto. Un arte que da vueltas siempre sobre lo mismo, al igual que el lenguaje, pero que le ha encontrado una función a ese real inasimilable por el lenguaje.
La función de rubricar la existencia de un sujeto con un cuerpo donde el lenguaje ha incidido sobre lo real. Y, por tanto, habla. Un cuerpo que habla. Un parletre.
Con lo cual podíamos llegar con Lacan al reverso de la afirmación freudiana.
"El sujeto no busca su propio bien", sentencia Freud.
"El sujeto siempre es feliz", concluye Lacan cuarenta años después de la frase de Freud.

sábado, 17 de agosto de 2013

Sujeto desfalleciente

Desde que descubrí la enseñanza de Lacan en el campo del psicoanálisis, no dejo de fascinarme por la riqueza y profundidad de su teoría.
Creo que una de las cosas que más me atrapan de Lacan es su capacidad para coger un concepto, una idea o una concepción y darle completamente la vuelta. Logra que el pensamiento se revuelva y se ponga del revés. Es justo lo que hizo con la concepción tradicional (filosófica y científica) del sujeto humano.

De hecho, uno de los puntos de partida de Jacques Lacan fue la reformulación del sujeto humano.
Desde Aristóteles se identificaba en el campo de la Filosfía al sujeto humano con su cuerpo. Un cuerpo humano es un sujeto humano. Lo que implicaba que el sujeto humano era completo, cerrado, constituido y, en lo esencial, invariante.
Siglos después Descartes reforzó esta concepción cerrada del sujeto humano impulsando lo que sería la idea dominante de la ciencia. El sujeto humano, además de identificarse con su cuerpo (y su alma), era el propio yo.
Desde entonces todo aparecía sin fisura. Tengo un cuerpo (y un alma) que defino como pertenecientes a mí puesto que soy consciente de ellos. A eso puedo llamarle yo. Por lo tanto, yo soy completo. Yo estoy sin fisuras.
Otra consecuencia evidente de esto es que yo, al ser consciente de mi cuerpo y de mi mente, al percibirme a mí mismo como una totalidad cerrada, puedo distinguirme de los objetos externos, a los que considero ajenos a mí, es decir, yo soy algo y los objetos son otra cosa. Hay un mundo externo (objetos) y un mundo interno (el yo).
Esta concepción tradicional del sujeto humano, la cual identifica su ser con su cuerpo y con su yo, es la que Freud comienza a resquebrajar y la que Lacan destroza por completo.
La grieta fundamental en la base de esta arquitectura filosófica y científica que identifica el ser del humano con su cuerpo y con su yo la produce el descubrimiento del inconsciente tal y como lo formula Freud.

Resulta que Freud percibe que hay algo que forma parte de nosotros mismos, que nos impulsa y nos hace tomar decisiones, que es nuestro núcleo más íntimo pero que, sin embargo, es inaccesible a nuestra conciencia, a nuestro yo.
Así los sueños tienen una interpretación. Pero no una interpretación mántica o parapsicológica. Los sueños no pueden ser descifrados con un manual al estilo de los que hoy en día abundan, tipo "si has soñado con agua, entonces algo terrible o inesperado te va a pasar".
La interpretación de los sueños sólo puede darla el que sueña. Mientras los pacientes de Freud hablan de lo que sueñan, él se da cuenta de que en esas relaciones aparentemente ilógicas se teje un sentido. Ese sentido es algo que el paciente no conoce, pero que le concierne por entero a él. Hay algo que queda fuera del dominio del yo y que al paciente le hace sufrir, sentir placer o le impulsa a actuar sin que él se dé cuenta.
Lo mismo ocurre con el olvido de nombres o los actos fallidos o los chistes. Esas equivocaciones, esos desvanecimientos de una palabra en la memoria cuando nada impediría su localización, esas palabras que nos hacen reír inmediatamente, dan cuenta de algo que queda fuera de la conciencia.
El yo, esa instancia todopoderosa, que encierra nuestro ser y a la que podemos acceder en cualquier momento para asegurarnos de que seguimos existiendo, resulta que guarda algo que él mismo desconoce. Eso que guarda, que le es tan ajeno que casi es extranjero, abre un agujero inconmensurable que impide que nunca nos lleguemos a conocer completamente a nosotros mismos. En palabras de Freud "el yo es extranjero en su propia casa". Lo que quiere decir que el cuerpo, sede del yo, no puede estar perfectamente identificado al yo. Es decir, el yo y el cuerpo no son la misma cosa, puesto que hay algo muy extenso que influye sobre el yo y que le hace actuar sin que él se dé cuenta. El yo cree gobernar el ser de las personas cuando resulta que es constantemente engañado y dirigido por esa otra cosa de la que no sabemos su existencia. Esa cosa que nos gobierna y nos mueve Freud la llamó inconsciente.

La formación del inconsciente más importante para la clínica mental es, por supuesto, el síntoma.
El síntoma da cuenta de esta separación, de esa brecha imposible de cerrar entre conciencia e inconsciente, entre esencia y yo, entre cuerpo y ser.
Uno va al psiquiatra o al psicólogo porque sufre. Habitualmente no sabe por qué sufre. No sabe exactamente qué es lo que falla. En ocasiones ha logrado establecer un relato de las posibles condiciones que le han acontecido y que han desencadenado ese sufrimiento. No obstante, necesita las palabras del profesional para reforzar eso o, por el contrario, para negarlo. Es decir, siempre hay una duda respecto a por qué se sufre, respecto a qué ha pasado para acabar así. Si el yo (identificado plenamente al cuerpo y al ser) es la instancia que nos permite conocer, explicar, reflexionar y actuar, ¿por qué desconocemos el origen de nuestro sufrimiento? ¿Por qué no sabemos inmediatamente cómo resolverlo si, en teoría, toda nuestra historia y todo nuestro pensamiento es accesible para el yo?
La respuesta para Freud es clara. Todo es causa del inconsciente. El síntoma es la prueba más evidente de que el yo no encierra el ser del sujeto humano, que el sujeto humano no puede identificarse directamente con su cuerpo y con su yo, porque hay algo que siempre se escapa.
Para reforzar esta hipótesis aparece la cuestión de la repetición.
Sabemos que la ciencia tiene una explicación distinta del inconsciente para esa inaccesibilidad del yo a la cuestión de su sufrimiento. La ciencia psiquiátrica biológica dice "claro que no sabes lo que te pasa, porque tu sufrimiento está a nivel biológico y el cuerpo tiene infinidad de funciones que actúan automáticamente y que uno no puede controlar. Tómate este fármaco y se te pasará". Sin embargo, el alivio que proporcionan los fármacos no es completo. O bien se aumentan las dosis hasta adormecer el yo del paciente, o bien se prolongan indefinidamente dejando al paciente en un estado de equilibrio pero con el sufrimiento como telón de fondo. De todas formas, en la mayoría de los casos, el sujeto humano, a pesar de los fármacos, sigue repitiendo conductas, relaciones o decisiones que le hacen sufrir.
Por su parte, la psicología académica afirma "claro que no sabes lo que te pasa, porque has automatizado tu comportamiento y lo realizas sin que te dés cuenta, como cuando aprendes a conducir y ya conduces sin pensar en lo que haces. Vamos a organizar un programa de aprendizaje o vamos a cambiar tus pensamientos negativos". Volvemos al mismo punto. A pesar de que el sujeto realice las indicaciones terapéuticas, sigue repitiendo las conductas, relaciones o decisiones que aumentan su sufrimiento. ¿Por qué?
La única explicación lógica para el psicoanálisis es el inconsciente. Por mucho que hagamos al nivel del yo, el sujeto humano sigue repitiendo aquello con lo que el yo sufre. Si el inconsciente gobierna al yo (y no al revés), podemos comprender que lo que le hace sufrir se repita indefinidamente sin que el yo sepa que algo de él está repitiendo, está buscando ese sufrimiento.
Sin embargo, ese sufrimiento que siente el yo en realidad para el inconsciente es una satisfacción. Por eso se repite. Es decir, ciertas satisfacciones a nivel del inconsciente son insoportables para el yo, por eso hay un cambio de valencia.
Si el yo fuera realmente la sede de nuestro ser, si estuviéramos identificados plenamente a nuestro cuerpo, aun cuando no supiéramos por qué sufrimos, podríamos saber qué tenemos que hacer para evitar ese sufrimiento  y realizarlo para terminar con él. Pero sucede lo contrario, a pesar de que sabemos qué hacer para evitar sufrir, seguimos cayendo en el sufrimiento. ¿Por qué? Porque el inconsciente gobierna al yo, no al revés. Porque hay una brecha donde algo actúa por su cuenta completamente separado de nuestra conciencia, la cual identificamos con nuestro ser.

Esa fue la grieta que Freud provocó en el conocimiento humano. Aristóteles y Descartes estaban equivocados. El ser del sujeto humano ni es su cuerpo ni es su yo. La ciencia y la filosofía se vieron sacudidas horriblemente, lo cual podría explicar el rechazo enconado que las mismas realizan contra el psicoanálisis considerándolo anatema, absurdo o, simplemente, completamente falso.

Freud entonces establece que el yo no es completo, que el ser del sujeto humano no puede reducirse a su yo ni entenderse como una identificación sin brechas entre éste y el cuerpo.
Si el ser del humano no es su cuerpo ni su yo, entonces ¿qué demonios es?
En el intento de responder a esta pregunta se encuadra gran parte del trabajo de Lacan.

Jacques Lacan, psiquiatra estudioso de la paranoia, amante de la lingüística, de la lógica matemática, de la filosofía y del psicoanálisis empieza a esbozar la respuesta a través de los trabajos de su amigo Jean Paul Sartre.
La pregunta filosófica por excelencia es "¿qué soy?". Si hay alguna pregunta que delimite el campo de la filosofía, es la pregunta por el ser.
La mayor parte de la filosofía hasta el siglo XX había tendido a entificar esa noción de ser, a corporizarla de alguna forma, ya fuera mediante el cuerpo, ya fuera mediante el alma, ya fuera mediante los sentidos, ya fuera mediante la presencia de Dios.
Sin embargo, en el siglo XX ciertos filósofos franceses y alemanes influidos por las reflexiones de Kierkegaard sobre la angustia y por las concepciones de Nietszche respecto a la genealogía de la moral y respecto a la ciencia, comienzan a plantearse la pregunta sobre el ser desde otra perspectiva. Son los existencialistas, destacando entre ellos Heidegger (con el cual Lacan también mantuvo relación) y Sartre.
Los existencialistas en esencia se plantean "¿y si el ser no fuera algo? ¿Y si el ser fuera nada?".
A partir de esta idea, Sartre trabaja en profundidad razonando cómo a partir de la nada aparece la conciencia, aparece algo. Es en estos trabajos donde Sartre acuña la expresión "falta en ser" que Lacan se apropiará para darle un vuelco radical.

Entonces volvemos a nuestra pregunta. Si el ser del humano no es su cuerpo ni su yo, ¿qué demonios es? Lacan responde: un vacío.
A partir de los existencialistas Lacan afirma que el ser del humano no es algo. Sin embargo, y ahí está el giro radical frente a Sartre, tampoco es nada. El ser del humano no es algo, pero tampoco nada. Es un vacío. El ser del humano es UNA FALTA DE SER.
¿Cómo se puede demostrar que esta idea no es una mera especulación teórica, sino que es algo real que experimentamos todos continuamente como sujetos humanos? Para mostrar la verdad de su afirmación Lacan va a acudir al psicoanálisis y a la lingüísitica. A través de ellos Lacan pondrá en evidencia que el ser del humano es una falta de ser, es un vacío. Si es una falta, si es un vacío, tiene que ser introducido por algo. El ser humano, como los animales, no nace en un vacío originario, sino que viene a un mundo poblado de objetos y, sobre todo, viene al mundo con un cuerpo. Si el ser humano viene al mundo con algo (un cuerpo), el vacío sólo puede ser introducido en un tiempo lógico posterior. Ahí vienen a explicar esta cuestión el psicoanálisis y la lingüística.

Como Lacan era un puñetero genio y estudiaba como un loco, había leído en profundidad lo que se publicaba en los más diversos campos del conocimiento humano, entre ellos la etología.
Siguiendo a los etólogos Lacan admite que para los animales inmersos en su medio natural es perfectamente posible identificar su ser con su cuerpo. Los animales son un cuerpo.
Los animales son su cuerpo porque hay un perfecto equilibrio dentro de ellos que además está en armonía con su mundo exterior. Este equilibrio es posible gracias a la existencia del programa instintivo con el que vienen al mundo.
En esencia un instinto es "un saber hacer sin haber aprendido nada". Es un saber que el animal lleva incorporado en la biología. Ese saber se desencadena cuando el animal siente algún tipo de tensión biológica. Entonces su instinto le hace actuar (bien le pone de pie, o le hace volar, o le lleva en busca de alimento, o le hace cazar) y cuando ha obtenido el objeto que calma su tensión biológica, su organismo vuelve a estar en equilibrio. La tensión corporal vuelve a cero. Este equilibrio perfecto es lo que le permite al animal alojar su ser en su cuerpo. El equilibrio es perfecto porque es dual. La tensión del cuerpo se calma con un objeto externo. Ambos, tensión y objeto, obedecen a los patrones de la biología. La relación es dual porque no hay un tercer término que provoque catástrofes.
En los seres humanos esto no se produce. No quiere decir que no tengamos instintos. Los tenemos, de hecho nacemos con ellos. Pero hay algo que se introduce entre nuestro cuerpo y nuestro ser que los descentra y los hace inútiles. En los seres humanos la relación dual entre tensión corporal y objeto de satisfacción se trastoca por la introducción de un elemento tercero: el lenguaje.

El ser humano no nace como la mayoría de los animales. Nace inmaduro, desvalido. Por tanto, aun cuando el bebé tenga un programa instintivo establecido, es incapaz de moverse para obtener el objeto que le calme. Su cuerpo aun no sabe andar, no sabe realizar movimientos finos con sus extremidades... Por ello depende enteramente del cuidado de sus padres.
El objeto que le dan sus padres al niño en respuesta a su llanto jamás puede ser un objeto que se ajuste exactamente a lo que el cuerpo pide, puesto que el niño no puede obtenerlo por sí mismo y depende de las apreciaciones de ajenos para ello.
Lo que eso produce es una satisfacción parcial. Algo del cuerpo se ha satisfecho con lo que le han dado sus padres, pero la tensión corporal no desaparece del todo. A diferencia del animal, la tensión biológica no vuelve a cero.
Aquí tenemos la ruptura del equilibrio para el programa instintivo, el cual está diseñado para volver a cero en armonía perfecta entre el mundo interno y el mundo externo.

El llanto del niño es respondido con multitud de objetos y palabras diferentes provenientes de los padres, ninguno de los cuales es exactamente el que calmaría completamente la tensión biológica.
Hay un resto de excitación, ausente en los animales, que nunca acaba de satisfacerse, de apagarse.
El lenguaje, representado por los cuidados y las palabras maternas y paternas, opera un descentramiento en la biología que impide que el sujeto humano pueda identificar ser y cuerpo.

El niño nace con un cuerpo y un programa instintivo que le permitiría obtener cualquier objeto para volver la tensión biológica (hambre, sueño, suciedad...) a cero. Sin embargo, debido a su inmadurez corporal y mental, el programa instintivo no basta por sí solo para alcanzar el objeto que daría el equilibrio perfecto. Depende de sus cuidadores. Estos le dan multitud de objetos y de palabras cariñosas que calman en parte esa tensión, pero no se desvanece por completo, por lo que el equilibrio perfecto entre tensión y objeto no es posible.
Si el mundo interno es incapaz de adaptarse al mundo externo, es decir, si el cuerpo no puede proveerse de los objetos de fuera que le calmen del todo, hay una brecha que impide la identificación total del ser con el cuerpo.
El lenguaje penetra en este equilibrio biológico desde el principio. ¿Cómo? Los padres transforman los primeros llantos del bebé, que sólo son meras respuestas biológicas, en un intento de comunicación.
Los padres ante los continuos llantos del bebé se preguntan "¿qué quieres?". Ellos aparecen cada vez que el niño llora. Repetido esto muchas veces, el niño asocia el llanto a la presencia de los padres. Por lo que el llanto ha dejado de ser una mera señal biológica para convertirse en un llamado primitivo a los padres. Con el llanto el niño pide la presencia maternal y esta le ofrece multitud de objetos, de caricias y de palabras para calmarle. Objetos, palabras y caricias que nunca son las exactas para obtener el equilibrio pleno.

Con estas ideas en mente podemos hacer un esquema de lo que le pasa al animal y lo que le pasa al sujeto humano.
El animal siente una tensión biológica, el instinto se desencadena, su cuerpo es capaz de responder y obtiene el objeto que le calma. La tensión vuelve a cero. Equilibrio perfecto entre mundo interno y mundo externo. Ser y cuerpo se identifican.
El sujeto humano siente una tensión biológica, el instinto se desencadena, su cuerpo no es capaz de responder y necesita la mediación de sus cuidadores, los cuales introducen los objetos acompañados de lenguaje, el sujeto humano se calma parcialmente pero subsiste un resto de excitación. La tensión no vuelve a cero. No hay equilibrio perfecto entre mundo interno y mundo externo. Hay una brecha entre ambos. Ser y cuerpo no se identifican totalmente.

La introducción del lenguaje en el equilibrio biológico es necesaria, porque si no, el niño moriría (necesita a sus padres). Ese elemento tercero introduce una brecha que rompe la armonía perfecta entre cuerpo y objeto. Esa brecha es el vacío que Lacan equipara al ser del sujeto.
El sujeto humano está separado de su equilibrio biológico perfecto por la brecha del lenguaje. Una brecha que permanecerá hasta el momento de la muerte.
Como la brecha que introduce el lenguaje rompe la armonía biológica, el ser del sujeto humano no es su cuerpo. Cada vez que el sujeto humano busca su ser, se encuentra con el abismo del vacío.
El lenguaje impide que el sujeto humano encuentre su ser en su cuerpo. Busca su ser y se da de bruces con un vacío, se da de bruces con que le falta el ser. Esa es la falta en ser.

Si esto se mantuviera a flor de piel, es decir, si esto se mantuviera a nivel de la conciencia, la vida sería insoportable.
Afortunadamente el desarrollo psíquico del sujeto humano le da armas para afrontar esta cuestión.
La más poderosa es la constitución del yo.
Por un desarrollo que no explicaré (puesto que sería muy extenso), llega un momento en la vida del bebé en que es capaz de percibir la imagen completa de su cuerpo. Esta imagen entierra el vacío primitivo que estableció el lenguaje y así el niño se identifica no con un cuerpo cerrado, completo, sino con la imagen que aparenta ser completa de ese cuerpo, generalmente su propio reflejo en el espejo.
Para Lacan es un engaño necesario que nos identifiquemos a nuestra propia imagen corporal. Es esto y no otra cosa lo que Lacan llama el yo.

El yo, accesible a nuestra conciencia, sede de nuestros pensamientos y reflexiones, es en realidad una máscara imaginaria (porque es una imagen) que tapa la brecha, el vacío, nuestra falta en ser.
Gracias a ese poderoso engaño tenemos la sensación de que somos un cuerpo, puesto que nos identificamos a esa imagen corporal completa.
Nos engañamos de tal forma con esa imagen que desterramos de nuestra conciencia la ruptura del equilibrio biológico, desterramos de nuestra conciencia que no podemos identificar cuerpo y ser porque siempre nos encontramos con el vacío.
Gracias a esa imagen corporal completa que nos creemos que somos nosotros, evitamos la angustia de la falta en ser. Es como si pusiéramos una capa de tierra sobre el vacío que introduce el lenguaje.
Cuando algo nos toca el ser, es decir, cuando algo en nuestra vida apunta a nuestro ser (muerte de un familiar, ruptura de pareja, despido del trabajo, nacimiento de un hijo...), en vez de desembocar directamente en el vacío que nos conforma, aparece la imagen del yo.
A partir del yo nos explicamos todo lo que nos pasa.
En esos relatos del yo es posible toda teoría científica, todo desarrollo histórico o filosófico. Son todos medios para evitar ver de frente el vacío y morir de angustia.

Sin embargo, la imagen del yo no hace desaparecer el desequilibrio biológico. El resto de tensión que sigue sin satisfacer, actúa. Pero ahora lo hace fuera de nuestra conciencia. Lo hemos desterrado de nuestro yo, pero no por eso deja de existir. Eso es el inconsciente.
Por eso repetimos una y otra vez las cosas que sabemos que nos hacen sufrir, por eso seguimos sufriendo.
Vivimos engañados con nuestra imagen corporal del yo y, no obstante, el resto de tensión pide satisfacerse y nos mueve hacia el sufrimiento.

La imagen de nuestro cuerpo como completo es evocada cada vez que decimos "yo" en alguna frase. Cada vez que pedimos algo, cada vez que hablamos.
Es decir, cuando hablamos confundimos lo que somos (sujeto humano, falta en ser) con lo que vemos (yo).
Debido al engaño que nos creemos ante la totalidad de nuestra imagen corporal tendemos a confundir siempre sujeto y yo. Por eso Lacan se empeñó tanto en distinguir uno del otro.

Lacan definió al sujeto humano como "sujeto desfalleciente". ¿Por qué? Porque el sujeto humano (el ser del humano) siempre remite a un vacío que introdujo el lenguaje. Al sujeto humano siempre le falta el ser.
La consecuencia de esto es la angustia. Para evitar la angustia, cada vez que el sujeto humano aparece y desfallece, viene en su rescate la imagen del yo. Y así confundimos lo que somos con nuestro yo, cuando es completamente distinta una cosa de la otra.
Somos un vacío, pero nos representamos ante el mundo y ante nosotros mismos (ante nuestra conciencia) con una imagen que es el yo.

La prueba de esto la tenemos en la clínica mental. Todos los síntomas psíquicos son defensas últimas ante el vacío de nuestra falta en ser. Por ello Lacan decía que toda neurosis son preguntas sobre el ser, o más bien sobre la falta del mismo. En esta línea tiendo a concebir las psicosis como respuestas al ser, al vacío de ser.
No hay más que haber estado ante un esquizofrénico cuyo yo se ha rasgado irremediablemente para ver el vacío y el desequilibrio de esa tensión que no para de manar. O haber estado ante un melancólico que se vive como muerto, como ausente. O haber estado ante un histérico que no sabe qué hacer para ser algo. O ante un obsesivo que no sabe si está vivo o está muerto. O ante un paranoico que sabe completamente que él es un objeto para que los demás le utilicen o le perjudiquen. Si es un objeto, no es un sujeto. Antes que el vacío, es decir, antes que no ser nada, el paranoico prefiere ser un objeto.

No voy a extenderme más sobre un tema que considero capital. Pero las consecuencias de esta concepción son brutales tanto para la clínica como para la ciencia y la filosofía. Por ello dejo unas preguntas que permitan el desarrollo de esta cuestión.

¿Qué implica que todos los desarrollos científicos se basen en el yo y no en el sujeto? ¿Cómo se traduce en la clínica la falta en ser? ¿Cómo el inconsciente maneja el vacío? ¿Cómo el lenguaje afecta al cuerpo? ¿Si el sujeto es un vacío, nos sirve concebir al objeto tal y como lo entendemos? Si no es así, ¿qué propiedades tiene el objeto humano? Si somos un vacío, ¿dónde está la frontera entre interior y exterior? ¿La hay?

martes, 13 de agosto de 2013

Naturaleza humana: un esquema

Donde hay un hombre nace un grito.
Creo que eso es todo lo que comprendo
sobre la naturaleza humana.

El grito estalla alrededor.
Se quiebra y parece licuarse en silencio.
Sin embargo, ahí está, punteando con su sombra
la mudez de la espera.

Un hombre nace y grita.
Aullidos, vagidos.
Así acuchilla el tiempo al cuerpo que se abre a la vida.

También revienta el grito en palabras.
De esa forma parecería que nos comprenderíamos mutuamente.
Pero mis palabras no son las vuestras.
Mi grito es más tímido y más frágil.
Pues no soy más que un papel atrapado en carne.

Hacer algo con el grito.
Eso es lo que hemos llamado vivir.
Y lo transformamos en prestigio,
en nombre propio o en cariño.

Pero el grito me ciñe,
y retuerce mi interior
hasta hacer una cinta de Moebius
con lo que veo y lo que digo,
con lo que toco y lo que lloro.

El grito me atraviesa.
Soy un hueco sonoro,
un desgarrón ululante.

El grito.
Música.
Por encima de todo, por encima de todos.
Música.

Poema sinfónico de la existencia.
Un grito.
Y a partir de ahí, el resto.
Y a partir de ahí, la ausencia.

El grito me fija en la superficie.
La de mi cuerpo y la de la angustia.
Es una cascada infinita
que fluye en horizontal
hasta alcanzar en su límite
la silueta de la vocal.

El grito me abre la boca
y me raja la entraña.
El grito me explota la garganta.
Pedazos de mi cuerpo,
una vez unidos, efecto del grito,
sólo una cicatriz que camina.

Entrelazar mi grito con el vuestro
siempre ha sido un desafío.
Porque siempre es una disonancia
que un sostenido albergue un espacio.

El grito. No me queda más remedio
que hacerlo mío.
Ha recorrido mi sangre y ha evaporado mi sal.

En ese viaje atemporal que el grito
me ha proporcionado, descubro
la naturaleza del silencio.
Es una singularidad cuántica
donde cada grito es anulado por su frecuencia contraria,
procedente de una laringe distinta.

Entonces el silencio es el mosaico de todos los gritos
pronunciados, proferidos, aullados
en cualquier tiempo de cualquier lugar.

El silencio son gritos abrazados.
El silencio son gritos fundidos.
Y no puede romperse nunca.
Lo creemos así porque escuchamos
solamente los gritos que reflejan el nuestro.

Donde hay un hombre nace un grito.
Se une al silencio, música de los gritos.
Sólo puede ser oído por otra garganta
que lo refleje.
Y eso, musicalmente, constituye la armonía.

El hombre es música.
Porque el hombre es un grito.
Un grito, una nota.
Una nota, un recuerdo, una hazaña, un encuentro.

Si la vida es grito, ¿la muerte no será su desaparición?
Eso sería demasiado fácil y demasiado triste.
Prefiero sentir que sólo es un cambio de registro.
Un sonido puede mudar en letra. Es la escritura.
Un grito podría mudar en tierra y volverse materia.
La muerte es el proceso que escribe lo real.

Donde hay un hombre nace un grito.
Donde muere un hombre nace una letra.
Letra que no es símbolo.
Sólo puro trazo en la piedra.
Así muere el hombre.
Así permanece el grito.
Congelado.

Creo que esto es todo lo que puedo decir sobre la naturaleza humana.

jueves, 2 de mayo de 2013

Algún apunte sobre el amor

"But you share my bed and you share my name"
 (Tom Waits, Hold On. Mule variations)

A lo largo de mi breve mi vida, expandida en un tiempo inabarcable, he escuchado hablar muchísimo sobre el amor. Incluso yo lo he experimentado (y lo experimento). He conocido muchas formas de amar, pero sólo una de ser amado.
La gente habla de amor. Creen que si se llenan la boca con esa palabra, su cuerpo se llenará también con su significado. Ya lo adelantaba hace más de cincuenta años Erich Fromm cuando describía el consumo desaforado de novelitas románticas y películas idealizadas sobre el encuentro entre un hombre y una mujer, entre un hombre y otro hombre, entre una mujer y otra mujer, entre un adulto y un niño.
Pero la mayoría de las personas no suelen salir de ese espejismo idealista. De esa forma se vuelven comunes expresiones tan desgastadas como "me completa", "es mi media naranja", "es la otra mitad de mi alma", etc. Todas aludiendo a que algo falta y que sólo la otra persona es capaz de completarlo. Lo curioso es que la inmensidad de esas personas que se enamoran ni siquiera se plantean que el descubrimiento de la falta sólo aparece en el mismo instante en que se dan cuenta de que la otra persona puede colmar eso.
En el otro polo están las personas que sienten habitualmente que algo les falta. Se sienten solas o ven a sus amigos emparejados y en aparente armonía. Se despierta entonces el resquemor y lo que se llama estúpidamente "envidia sana", que conecta demasiado con el concepto acuñado por Fromm de "separatidad".
Estas dos posturas proporcionan las directrices que rigen el consumo aludido de novelitas y películas románticas. Intentan o bien verse reflejados y reforzar su postura (en el caso de los recién enamorados), o bien tratan de no desesperarse y buscar una identificación efímera (en el caso de los que se sienten solos y abandonados).
Comento esto porque, a mi parecer, el amor entre mi generación se vive de forma demasiado infantil. Creo que en lugar de ser creativo, sangrante y vivo se torna narcisista, idiota y gris.

Creo recordar que me metí en una carrera tan absurda e inútil como la de psicología para saber algo de la verdad del ser humano. Puede que en mi idealismo adolescente creyera que encontraría respuestas en un saber que me precedía. Sobra decir que no fue así. Tuvieron que pasar varios años para darme cuenta de que lo que me interesa y que yo concibo como verdaderamente humano (el sexo, el amor, la muerte, el lenguaje y la locura) no tienen una respuesta establecida. Los únicos esbozos de respuesta no los da una disciplina ignorante en su cientificismo, sino justo lo que en mi época tiende a ser abandonado y odiado: la filosofía, el psicoanálisis y, por encima de todo, la poesía. Y dentro de estos campos, sólo en breves parcelas desgraciadamente minúsculas: La filosofía de Schopenhauer, Nietzsche, algunos existencialistas y Foucault, el psicoanálisis de Freud y Lacan, la poesía de los poetas más grandes y desconocidos (Gibran, Juarroz, Rilke, Prado, Clark, Celan, Ovidio...)
A partir de todo eso y mi constante cuestionamiento puedo evaluar desde otra óptica las concepciones que del amor tienen mis amigos y familiares, la sociedad que me rodea y los libros que se escriben como best-sellers sin que digan nada. De ahí mi seguridad en una concepción del amor infantil, narcisista, idiota y gris que rodea el mundo en el que habito.

En relación a eso considero que el adjetivo "romántico" está demasiado extraviado. La cuestión de ser más o menos romático en la actualidad se circunscribe a un gesto apasionado de deseo hacia el otro, a un gusto idealizado por la relación amorosa o a cierto sensibilismo patético en relación a los besos, las flores, la primavera o los abrazos.
En mi opinión "romántico" es aquel que no sólo experimenta el amor (o que quiere experimentarlo), sino que se pregunta por lo que es, lo cuida y es capaz de conocerlo.
El "romántico" real es siempre un suicida, pues preguntarse sobre el amor es preguntarse y encararse con el vacío absoluto que nos conforma. En otras palabras, preguntarse sobre el amor es querer ver la muerte.
Cuidar el amor no es ser feliz con otro, sino alimentar la sangre que pide el amor que uno siente y salir vivo de eso. Por tanto, cuidar el amor es no confundir mi ansia con la del otro, no mezclar mis carencias con la muleta que creo percibir en el otro. En otros términos, cuidar el amor es aprender a vivir siempre cojo, siempre solo.
Por último, conocer el amor es conocer la mentira que siempre le hace nacer y construir una verdad de ella. No es engañarme, sino dejarme engañar. Conocer el amor es aceptar que es el disfraz de lo imposible y admitir vestirse con él, pues jamás habrá completud, ni paz, ni descanso, ni compañía. Sólo muerte, soledad y agonía. Sin embargo, preguntándose, cuidando y conociendo el amor, el romántico real aprende que no es lo mismo morir de una forma o de otra, que hay soledades que son humanas y que sólo la agonía nos hace adultos.

Por ello, escuchar hablar del amor últimamente me revuelve las tripas y me hace llorar. Las parejas se deshacen y rehacen rápidamente sin que los miembros que las conforman hayan aprendido nada (la pasión por la ignorancia es tan común en nuestros días...), veo a personas que dicen sufrir por amor y no quieren darse cuenta de ninguna de las maneras que no es el amor lo que les hace sufrir, sino su propio vacío.
Todos queremos ser nuestros ídolos de Hollywood, nuestros modelos de anuncio, nuestros ideales encarnados. Creemos que así nos llegará el amor. Porque nos han metido en la cabeza que el amor y la belleza son hermanos siameses. Pero el amor no es sólo bello. O más bien, es mínima la parte del amor que es belleza.
Imaginemos un palacio precioso. De esos que Tolkien describía, de esos que nos enamoran en las ciudades de Moscú, Sevilla o Praga. Lo que nos entra por los ojos nos conmueve y nos imaginamos lo maravilloso que sería vivir entre sus puertas y paredes, dormirnos contemplando el techo árabe de los Reales Alcázares o las tallas boscosas de un palacio élfico. Nos sentiríamos agusto, protegidos, arropados y privilegiados.
Eso es lo que ven del amor la mayoría de las personas, eso es a lo que aspiran y lo que tratan de encontrar en una relación frustrada tras otra. Sólo su seguridad y su completud. Sólo su alma a salvo.
Y sin embargo, en ningún momento quieren saber cómo es lo que sostiene esos palacios, no se preguntan qué los mantiene en pie, sólo quieren saber qué es lo que los mantiene bellos.
No quieren bajar a los cimientos, porque no quieren saber de cimientos. Ellos no son albañiles, sino príncipes y princesas. No les entra en la cabeza que un príncipe y una princesa no son nada sin albañiles, pues no hay palacio sin construcción, sin golpes y tierra sucia.
El "romántico" real se enamora del palacio, pero necesita bajar a los cimientos. Necesita descubrir que todos los palacios hermosos se diferencian en la estética, pero se hermanan en ese vacío oscuro y habitado de insectos y polvo que son los cimientos recubiertos de madera y metal.
El príncipe y la princesa, si tienen valor de comprender los cimientos, si no se arredran a ensuciarse y asustarse, se convertirán en albañiles y, tal vez, sólo tal vez, cuando vuelvan a subir a la superficie bellamente inmaculada del palacio sucios, con las ropas destrozadas y la sangre manando de arañazos, podrán convertirse en reyes y reinas.
Reyes y reinas no del amor, pues es mentiroso y sólo los estúpidos gobiernan sobre mentiras, sino reyes y reinas de su soledad, su agonía y su muerte.
En ese punto, los abrazos, los besos, las flores y la primavera, serán símbolos del amor. En ese punto, la mentira del amor se tornará verdad subjetiva.
Y podrán dejar de ser niños para pasar a ser adultos.
Podrán dejar la belleza a los ignorantes y a los perdidos.
Podrán saberse humanos y amarse simplemente por eso.

sábado, 27 de abril de 2013

Pensamientos inconexos

I

Me hubiera gustado poder contar al menos una historia bonita, pero siempre me encuentro o con mis palabras o frente a mi cuerpo. Es difícil sacar belleza de eriales y desiertos. Uno tendría que saber, pero esas cosas no se enseñan. Y no se puede aprender lo que da miedo.
La desolación sólo es bella si los ojos que la miran han estado vivos alguna vez.

II

La confusión es el reverso de la metáfora, su espejo invertido.
La confusión toma un término por otro, se hermana así con la metáfora. Sin embargo, donde en la metáfora ese movimiento se acompaña de descubrimiento, belleza y sentido, en la confusión explota la incomprensión, el sinsentido y la arrogancia.
Así, no es lo mismo metaforizar amor con piel que confundir certeza y muerte.
No se siente lo mismo en la metáfora de la soledad con hierba que en la confusión de petálos y rabia.
Y si bien algunas personas logran metaforizar vida en serenidad, otros vivimos perpetuamente en la confusión entre lo que muerde un beso y lo que llora un sueño.

III

Pasando las hojas de mil libros descubro que el movimiento sólo es el apellido del ritmo, que a su vez sólo es una de las voces del vacío.
Las palabras se acuchillan unas a otras ante mi mirada.
Desde entonces sólo veo el alma de las cosas tinta en sangre y el alma de los hombres sangrando tinta.

IV

Tengo la absurda y poderosa creencia de que el buen músico sólo trata de que el mundo disfrute con la conjunción de sonidos procedentes de sus entrañas.
Un cuerpo licuado y traducido en escalas y tonalidades. No hace falta nada más para una sinfonía perfecta.

V

Si pudiera repetir algo, intentaría que fueran mis errores, porque si no, la culpa que me habita dejaría de morder pensamientos para devorarme el cuerpo.
Si pudiera agarrarme a algo, sería al último verso de cada una de mis poesías. Con suerte podría fabricar una escalera que me dejara a la entrada del infierno y no tener que pasar por el purgatorio.
Si tuviera que quedarme con un sólo recuerdo, sería el de la primera vez que cruzamos la mirada y nuestro cuerpo sacudió la ciudad. Pienso que sería maravilloso repetir ese principio inalcanzable por superado.
Si pudiera salir de esta prisión de desempleo, piso pequeño no en propiedad y ciudad pegajosa de calor, creo que jamás me arrancarían de los campos escoceses.
Si tuviera que elegir a quién le daría mi último beso, lo tengo claro. Sería para mi narguile.
Si tuviera que entender a sólo dos autores, serían a Jacques Lacan y a Michel Foucault. Si tuviera que quedarme con un poeta sería Roberto Juarroz. Si tuviera que salvar un género literario, sería la fantasía épica. Sólo sería incapaz de decidir entre dos cosas y, por tanto, preferiría morir de cobardía. La primera sería tener que elegir entre la música. La segunda sería tener que decidir el momento de dejarte.

VI

Si los hombres fueran de cristal, las mujeres tendrían que llorar arena.
Cuando aúllo encuentro la plenitud en el vacío.
A través de atravesamientos traviesos la travesía traba el trabajo de atravesarme.
Mi imagen de la felicidad es sencilla: Un campo de hierba que acaba en la arena de una playa gris-azulada solitaria, una pequeña cabaña donde guarecerme de la noche y la lluvia justo entre la tierra y la hierba, agua caliente, mi narguile con tabaco y carbón y algo de comida para no morir de hambre. Papel y tinta. Y tu compañía o, si es imposible, la de los libros.

VII

Hoy caigo en la cuenta de que podría morir en cualquier momento y el mundo sigue girando.
De repente me veo en el espejo y asumo mi propia insignificancia.
No me importaría si tuviera el valor suficiente de cruzar la puerta que me encadena y respirar el aire de la calle.
Quiero creer que aún no es tarde.
Pero sin embargo el tiempo no cesa de escribirse.

lunes, 18 de febrero de 2013

Derecho a la propia rendición

Desde la tribuna que forman los desconchones astillados de mi piel.
Frente al micrófono que forman las horas del insomnio acuchillador de paz en la agonía de mis noches.
Sobre vuestras cabezas vacías que aparentan escuchar mientras mastican trozos de otros cuerpos, de otras calideces.
Tengo algo que decir.

A lo largo de los años he jugado con vuestras reglas.
Me he vestido con vuestras telas.
A lo largo de los años he soñado vuestros sueños
y he hecho míos vuestros deseos.
A lo largo de los años he creído vuestras promesas,
he defendido vuestras ideas
y he luchado por vuestras consecuencias.

Sin embargo, me encuentro desterrado de vuestras palabras,
olvidado de lo que garantizastéis si mis pasos seguían vuestra senda.
No diré que me mentistéis,
pues supongo que no es mentiroso quien se cree una patraña y la promulga,
sólo es estúpido.

En este tiempo de ahora
permanezco congelado en un día
que no cesa de repetir el mismo esqueleto de hora.
El efecto visible
es una soledad inasible,
un cansancio desesperado y errante.
Tal vez no me importaría si mi cuerpo dejara de recordármelo.

La noche antes de anoche mis dientes mordieron mi lengua
y llenaron de sangre mi boca.
Lo curioso es que mi conciencia se había ido brevemente de vacaciones,
así que sólo pude deducir que algo había pasado
por la sangre y el charco de saliva sanguinolenta en el suelo del cuarto de baño.
No obstante, lo que funcionó como señal fue el abrazo inconsciente
con el que mi mano derecha aferraba mi antebrazo izquierdo.

Mi piel tampoco es ajena a vuestra carga
ni a vuestra falta de palabra.
Es como si el dolor quisiera devorarme
rajando y desgarrando mi epidermis.
El desengaño que siento dentro
me rompe bien visiblemente fuera.
Es una venganza paradójica de mi cuerpo
que vuestros ojos tengan que ver mis heridas.
Dentro de poco os condenaré a ver mis entrañas.

Todo esto es para explicaros que no soy ajeno a mi cuerpo
ni a los efectos que vuestra incapacidad y estupidez
dejan en mi memoria.
Todas las señales están claras,
todas las reflexiones, tomadas.
Por eso tengo algo que deciros.

Soy humano.
A mi pesar y a mi dolor.
Soy humano.
Y como tal sólo puedo encontrarme en mis actos,
no en los vuestros.
En mis palabras, no en las vuestras.
En mis deseos, no en los vuestros.
Soy humano.

Así que desde esta tribuna macabra,
frente a este micrófono aterrador
y sobre vuestras cabezas desoladas
exijo el derecho a la propia rendición.

Exijo el derecho a parar y a no seguir.
El derecho connatural de todo ser humano a caer y no levantarse.
El derecho a convertirme en un cadáver en la muerte y no a serlo en la vida.

Exijo el derecho a la propia rendición.
No soportar más vuestros ideales de cartón,
vuestras promesas hipócritas.
Pero, por encima de todo,
exijo el derecho a cometer mi propio acto de violación
contra vuestro brutal e inacabable espíritu de superación.

Mi derecho a la propia rendición
escupe en vuestros valores de éxito, riqueza y bienestar.
No pretendo cambiaros, ni criticaros.
Sólo quiero juzgaros.

Seré vuestro juez en este acto.
El acto de rendirme ante vosotros.
Pero no os confundáis,
no caeré de rodillas.
Mi sangre manchará vuestra ropa.
Me ocuparé personalmente de ello.
Ya que sólo os importa la imagen,
que sea vuestra imagen la que soporte
mi sangre.

Mi derecho a la propia rendición
es la única forma que me queda
de aullar que lo hemos hecho mal.
Pero al menos yo no retrocedo.
Sangre en vuestra imagen.
Sangre en vuestra ropa.
Sangre fuera de mi cuerpo y de mi piel destrozada.
¿A que ahora es más sencillo
comprender un suicidio?

Esta va a ser la guerra a partir de ahora.
No os mataremos.
Nos mataremos nosotros mismos.
¿Qué vais a hacer cuando os quedéis sin esclavos?
Seguid creyendo en el amor y la esperanza, cabrones.

martes, 12 de febrero de 2013

Arrepentimiento

Mirando los flashes de realidad que ahora son mis recuerdos aparece el horror.
Es curioso ver cómo cada vez que me he cruzado con una mujer siempre la he dejado en manos de otro.
En manos de otra vida, de otro hombre o de la muerte.
Y ahora, en esta soledad desangelada, descubro como única herencia mi arrepentimiento.
En estos momentos en los que se me hace insoportable la vida por la falta de movimiento, por el exceso de autodestrucción, me aferro a ese arrepentimiento como el único atisbo de que en algún momento pude haber hecho habitable mi existencia.

Atascado en una perpetua inmovilidad sólo mis pensamientos fluyen para flagelar lo que podría haber sido, lo que podría haber logrado o con quién podría haber compartido momentos, lágrimas. Amor en definitiva.
En esta incertidumbre que me difumina y me borra intento escribir palabras de despedida con el amargor de lo perdido, con la punzada de lo que no supe conservar.

Debido a mi propia angustia ante el mundo me atasco en el atasco.
Tal vez por eso amo la noche tan intensamente como temo el sueño.

Podría decirte que he soñado contigo y que al despertarme sólo había terror.
Pero estás demasiado lejos, en otra tierra extraña, morada de duendes y hogar de lluvia y tampoco serviría de nada mi confesión, pues los dos dejamos atrás hace tiempo la adolescencia, sólo que yo me resisto a abandonarla.
Sé que estás cuidada y eres amada.
Tendrá que bastarme.

Quizá sólo esté hablando el deseo que desconozco que me gobierna.
Mientras tanto me arropo con la oscuridad que acompaña a toda soledad elegida.

Es curioso. Pensando en mis recuerdos encuentro que siempre me he excluido.
Te dejé marchar de la misma forma que he dejado marchar todo lo que realmente me ha importado.
Supongo que es una definición de cobarde tan buena como cualquier otra.
Pero me arrepiento.
Al menos tengo eso.

He hecho mucho daño tratando precisamente de no hacerlo. Por lo menos tú has florecido. Y ese mérito es únicamente tuyo.
Sé que la convivencia conmigo es insoportable e irrealizable.
Tal vez por eso acabo excluyéndome antes de comenzar cualquier cosa.
Siempre hablo de la nada y del vacío, del pesimismo y del abismo. Lo hago porque es lo único que me ha acompañado, lo único donde he podido definirme.

Me gustaría decirte que he tratado de escribir poesías, que he estudiado mucho, pero me he dado cuenta de que eso sólo tapaba lo que me destrozaba y a la vez me impulsaba.
Tú lo has hecho mucho mejor que yo y te admiraré siempre.
No sólo por eso, sino por todo lo demás.

La cuestión es que me arrepiento.
Espero tener el valor suficiente para acurrucarme en un rincón y dejar que la vida se canse de sostenerme.
Te aseguro que, en realidad, nadie me echaría de menos.
Es la única ventaja de la exclusión.

¿Sabes? Veo mi cuerpo envejecer. Comienzan a aparecer arrugas en los ojos y la calvicie ya domina mi cabeza. Por fin la biología está alcanzando mi esencia.
Sé que sabes que siempre he sido un anciano.
A la hora de la verdad nunca he sabido cómo abordar el amor, qué hacer con él, cómo mantenerlo vivo.

¿Sabes? Me apetece llorar y sin embargo mis ojos siguen secos, como los de un anciano momificándose.
Descubro que en realidad jamás he aprendido nada, que sigo arrastrando los mismos miedos y las mismas carencias.
Así que espero.
Arrepintiéndome, sí. Pero espero.
No tengo ni idea de a qué.
Quizá sólo espero porque no me atrevo a actuar.
¿Alguna vez me imaginé intrépido?

Quise hacer música y no lo conseguí.
Quise ser alguien en la vida y fracasé.
Creeme, a pesar de que la gente me diga que sólo tengo 30 años y que no sé lo que me depara la vida, estoy seguro del futuro. Y estoy seguro precisamente porque mi historia no cesa de recordarme la inutilidad que siempre he sido a través de la repetición.
Repito los mismos miedos, las mismas carencias.

Estoy contigo y deseo que tu vida sea la primavera que te mereces.
Por mi parte yo siempre he habitado el invierno y el único reflejo de la primavera sólo ha podido dármelo el otoño.

Estoy tan tremendamente arrepentido...
¿Por qué cojones no puedo llorar?