viernes, 20 de diciembre de 2013

No hay metalenguaje

No hay metalenguaje.
Es lo que sentenció Jacques Lacan en su seminario 20 "Aún".
No hay metalenguaje significa que no hay un lenguaje más allá del lenguaje. Esta simpleza se olvida. Se olvida siempre.
Hablamos.
Y después hablamos de lo que hemos hablado para volver a hablar de lo que hemos hablado sobre lo que hemos hablado.
Así se abre la espiral que gira en torno a un único centro innombrable, indecible.
Apoyamos nuestro ser sobre las palabras de Otro. Al hacerlo, perdemos nuestro ser y tratamos de reencontrarlo en las mismas palabras que lo disolvieron. Así que hablamos. Hablamos como derrotados desde el principio.
Una falta de ser que trata de escribir lo que es imposible que sea inscrito.
Por eso retorna de nuevo.
Lo imposible golpea a la puerta de nuestro ser. Sólo podemos responder con palabras que no lo alcanzan.
Los límites de la realidad son los límites del lenguaje, afirmaban Jacques Lacan y Michel Foucault, pero entonces ¿lo que está fuera del lenguaje no existe? Eso que golpea una y otra vez y que no puede ser dicho ¿es irreal?
Existe. Que no forme parte de la realidad no significa que no sea real.
Así lo atestigua la angustia, ese "afecto que no miente" en palabras de Lacan.
La angustia es el único signo de la existencia de ese fuera del lenguaje. Sentimos angustia y no podemos decir nada más. Sólo una palabra que marca una frontera. No es un concepto, no es una descripción, es sólo el testimonio de que algo se siente en el cuerpo y no puede ser nombrado.
Lo que provoca afectos en nuestro cuerpo es ese real innombrable y sobre el que el lenguaje da vueltas, circunsbriéndolo sin llegar a tocarlo.
La realidad excluye lo real.
Sobre esa zona oscura, sobre ese agujero en nuestra topología psíquica el cual, sin embargo, se vivencia siempre como excesivamente lleno, se construye el lenguaje tal y como lo entendemos, es decir, con los aparentes efectos de comunicación.
Efectos de comunicación siempre incompletos, siempre cojos.
Un lenguaje que habla del lenguaje no deja de ser lenguaje y, por tanto, arrastra el núcleo innombrable de lo que es un real para el sujeto que construye un lenguaje sobre el lenguaje.
No hay metalenguaje entonces.
A la deriva sobre ese real fuera de la realidad, fuera del lenguaje, el sujeto repite el sufrimiento.
El sujeto sufre porque habla y habla porque hay algo que nunca puede llegar a decir.
No hay metalenguaje pero hay angustia.
Angustia, la declinación más básica del sufrimiento humano.
Al igual que hablamos una y otra vez sobre lo que no podemos decir que, no obstante, nos habita y nos sacude, repetimos una y otra vez lo que nos duele. Precisamente porque ese real trata de hacerse realidad. ¿Cómo podemos escribir lo insoportable en nuestra realidad cotidiana? Sólo mediante la angustia, sólo mediante la repetición que Freud descifró hace casi cien años.
Hay un real fuera del lenguaje que produce angustia en el cuerpo. La angustia repite lo que para el sujeto más le hace sufrir. Esa repetición angustiosa es el signo de la existencia de lo innombrable, de lo irrepresentable sobre el que el lenguaje bordea. Es angustiosa porque la repetición es siempre fallida.
Si está fuera del lenguaje, ese real jamás podrá ser dicho, por lo que todos los intentos de armonizar el cuerpo con la palabra están condenados al error. El sujeto yerra al hablar de la angustia y yerra en lo que hace, encontrándose de frente con lo que más le hace sufrir. Por lo que vuelve a empezar una repetición idénticamente diferente del yerro.
Esa repetición insensata, aparentemente ilógica, sólo comprensible fuera del discurso de la ciencia (un lenguaje que habla del lenguaje), le llevó al mismo Freud a formular una subversión de la ética.
"El sujeto no busca su propio bien", afirmó el neurólogo austríaco, condenándose así a los ojos del cientificismo por venir.
A diferencia de toda la tradición filosófica, de todo ideal científico que defendían (y defenderán) un encuentro posible del sujeto con la felicidad, el psicoanálisis por boca de su inventor se posicionaba en el polo opuesto.
El sujeto no busca su propio bien.
Esta sencilla frase casi siempre resulta insoportable, inconcebible. Más aún en nuestros días. ¿Cómo puede alguien no acceder a la felicidad en una sociedad tecnológicamente avanzada que cubre las necesidades básicas?
La ciencia en nuestros días, como antes intentó la moral, pretende haber encontrado el medio de nombrar lo que no está en el lenguaje. Especialmente en lo que tiene que ver con lo humano.
La ciencia no se permite asumir que lo que nos humaniza es hablar siempre alrededor de algo indecible.
Por eso la ciencia asume que hay metalenguaje. Toda su fuerza proviene de tomar como axioma que su lenguaje (el de la ciencia) puede dar cuenta del malentendido, del yerro, que el sujeto mantiene con su propio lenguaje. Un metalenguaje que nombraría por fin lo que el lenguaje subjetivo es incapaz de decir.
Al sujeto actual, por lo tanto, le quedan dos salidas extremas: o se identifica con una moral sin tacha disolviendo su ser en una imagen completa que tapona el sufrimiento al que su propio real le obliga, o recurre al saber metalingüístico de la ciencia que promete una felicidad a través de un saber ignorante de lo que lo hace nacer y lo sustenta, ya que, en realidad, jamás hubo metalenguaje.
El resultado en cualquiera de los dos casos es la presencia constante de un sufrimiento inasimilable.
La moral o la ciencia pretenden dar respuesta a los grandes enigmas de la naturaleza humana. ¿Qué es ser un hombre para una mujer? ¿Qué es ser una mujer para un hombre? ¿Qué es la muerte? ¿Qué es la locura? ¿Cómo alcanzar la felicidad subjetiva?...
El sujeto que se somete a los dictados de esos saberes ignorantes de su propio origen acaba, de la misma forma, errando. Pero el yerro es aún más doloroso por cuanto que el sujeto había depositado sus esperanzas de felicidad en dichos saberes.
Acaba así desnudo, desamparado en la maraña de un lenguaje que afirma ser metalenguaje pero que, sin embargo, no da cuenta de lo que el sujeto acaba repitiendo en su sufrimiento.
La moral o la ciencia se ven impotentemente desbordadas por ese real que hace surgir al sujeto como efecto de lenguaje. Es como tratar de detener la corriente de un río con un grano de arena.
El metalenguaje, que no es tal, de la ciencia y la moral intenta sumergirse en lo indecible y acaba absorbido por él.
A partir de aquí el sujeto realiza esfuerzos increíbles por sostener aquello en lo que a su vez se sostiene.
Puesto que el sujeto cifraba sus esperanzas de felicidad en estos saberes y con ellas, en lo profundo, entregaba su propio ser, se ve obligado a mantener la palabra dada aun perdiéndose más y más a sí mismo.
La paradoja es que cuanto menos la ciencia o la moral son capaces de responder al real indecible sobre el que el sujeto da vueltas, se angustia, sufre y repite, tanto más el sujeto lucha por mantener la legitimidad de dichos saberes.
Por lo que se ve obligado a sufrir más y más.
Los saberes de la época no dan el encuentro perfecto entre la palabra y el cuerpo, no resuelven el sufrimiento, no proporcionan la solución al dolor de existir, pero el sujeto entregó su esperanza y su ser a ellos, por lo que adquirió un compromiso. Esos saberes le sostendrían. Si esos saberes no cumplen su parte, es decir, no sostienen al sujeto, éste se ve llevado a sostener esos saberes que lo sostienen, ya que si no sostiene lo que le sostiene acaba cayendo en una catástrofe subjetiva. Por lo que el sufrimiento se acrecienta.
El lenguaje que se creía metalenguaje se ve invadido por lo que desconoce puesto que no lo puede nombrar. Es lo que nos muestra la imposibilidad de dichos saberes para responder al sufrimiento del sujeto. Así surge el aumento de la angustia en el sujeto, el cual tiene que soportar la existencia de la suya propia y la angustia de los saberes que no se sostienen ni a sí mismos ni al sujeto.
Los saberes que se otorgan a sí mismos la respuesta ante lo real al elevarse a la dignidad de un metalenguaje idílico resulta que no pueden nombrar lo innombrable. Al no poder nombrar lo irrepresentable continúan sin comprender el núcleo del sufrimiento humano.
Y todos sabemos que el miedo surge ante lo que no se comprende.
Así el sujeto queda torturado por el miedo ante lo incomprensible de su propia angustia y por la trampa de acabar sosteniendo lo que, en un principio, aparentaba que le sostenía a sí mismo.
El espejismo acaba tomando realidad al precio del cuerpo del sujeto, pues los saberes de la época siguen dominando el vasto imperio del poder. Sin embargo, a mayor dominación, mayor proporción de sujetos sufriendo incapaces de salir de la trampa.
El espejismo de lo imaginario se alimenta de la angustia de unos sujetos que comprometieron su cuerpo al saber. Aquí quizá podamos observar la incidencia del biopoder foucaultiano desde el lado del sujeto.
Por tanto, un real de cuerpos rotos de angustia sostienen saberes completos en el espejismo imaginario de lo social.
Todo esto no es más que la consecuencia que el sujeto obtiene al rechazar de su conciencia el descubrimiento freudiano respecto a la ética. La consecuencia por parte del sujeto de creer, hasta el punto de jugarse la vida del deseo, que realmente uno busca su propio bien.
Asumir que el sujeto no busca su propio bien no resuelve el yerro, no proporciona la completud ni acaba por nombrar lo innombrable. Más bien al contrario, hace al sujeto consciente de su propia imposibilidad.
Esto que a priori parece condenar al sujeto a un callejón sin salida acaba abriendo la puerta a la esperanza más auténtica.
Asumir que el sujeto no busca su propio bien es posicionarse en un discurso que no se toma a sí mismo por metalenguaje, un discurso que toma en cuenta lo real que no cesa de tratar de inscribirse en el lenguaje sin conseguirlo. Al hacer esto, este discurso es el más honesto para con el sujeto.
Un discurso de este tipo, donde se posiciona el psicoanálisis, hace comprensible el límite de la incomprensibilidad del sufrimiento humano. Permite que el sujeto pueda inventar salidas ante la repetición de su propio sufrimiento, de su propia angustia. Siempre que él lo decida, claro.
De todas formas, ese núcleo real siempre queda elidido del lenguaje y, por tanto, el sujeto parece condenado a una repetición sin fin a pesar de las posibles inventivas que ponga en práctica.
Ahí es donde el psicoanálisis ofrece una solución. No se trata de subsumir ese real en lo simbólico, no se trata de nombrarlo definitivamente ni de hacer que desaparezca, puesto que, por lógica, es imposible.
Se trata de que el sujeto le halle una función.
Que el sujeto le encuentre una función a lo real respecto a lo cual el lenguaje gira entre el sentido y el sinsentido no significa que deba ser útil.
Funcionalidad no es lo mismo que utilidad. Debemos remarcarlo para no acabar cayendo en un utilitarismo devastador, ya que el utilitarismo es uno de los nombres de los saberes de esta época que se ofrecen como solución al sufrimiento.
Más bien de lo que se trata es de que el sujeto encuentre una función, aunque sea inútil, a ese real que parasita su cuerpo al margen del lenguaje.
Al final se trata de hacer arte, puesto que el arte es inútil en el sentido de que no sirve para nada, pero a la vez el arte firma, da cuenta, de algo singular fuera del lenguaje.
Evidentemente, no se trata del arte que busca la mirada del público (aunque bien puede serlo), sino del arte que se ubica en el propio sujeto. Un arte que da vueltas siempre sobre lo mismo, al igual que el lenguaje, pero que le ha encontrado una función a ese real inasimilable por el lenguaje.
La función de rubricar la existencia de un sujeto con un cuerpo donde el lenguaje ha incidido sobre lo real. Y, por tanto, habla. Un cuerpo que habla. Un parletre.
Con lo cual podíamos llegar con Lacan al reverso de la afirmación freudiana.
"El sujeto no busca su propio bien", sentencia Freud.
"El sujeto siempre es feliz", concluye Lacan cuarenta años después de la frase de Freud.