Una vez leí que un
psicoanalista era aquella persona que detentaba un poder pero que rehusaba
ejercerlo. Era una frase de Jacques-Alain Miller.
Fue una frase que
tocó algo de mí. Pero eso no importa. No importa lo que las palabras toquen de
uno. No importa. Y sin embargo, es lo único importante. Algo resuena en el
propio cuerpo. Y ahí es donde puede emerger la ética. Pero eso tampoco importa.
Como si la ética pudiera delimitar la frontera entre el Bien y lo Verdadero o
entre lo pecaminoso y la nobleza. No hay ética compartida, sólo éticas
solitarias. ¿Acaso no funciona como único límite el propio cuerpo sosteniendo
ciertas palabras?
Todo discurso, sea
el que sea, a la par que posibilita el lazo social (o lo que es lo mismo, a la
par que atenúa la soledad), exige el derramamiento de sangre de los cuerpos
humanos. Al final, en el límite, no hay discurso que no se sostenga con sangre.
Creer otra cosa es opositar a la ceguera. Y ahí se incluye todo discurso ético,
religioso, científico, político, tecnológico, filosófico o psicoanalítico.
No se trata de hacer
una revolución para eliminar cualquier discurso (eso es imposible) o para
cambiar de discurso (los efectos siempre son los mismos). No, se trata de saber
que cualquier discurso se sostiene en su fondo con la sangre.
El discurso devora
cuerpos humanos puesto que los cuerpos humanos son los únicos que se forman con
las palabras, que a su vez es la única materia sustancial de cualquier
discurso.
Por lo que se
refiere al ámbito humano palabra y sangre son indisociables. La una es el
reverso de la otra, una es el origen de otra y otra es el origen de una.
Más allá de eso lo
ignoro todo.