sábado, 12 de diciembre de 2009

Sobre el amor y el deseo

Se dejó llevar por el infierno negro que creyó que le definía.
Y la profecía lacaniana golpeó con todo su peso. "El amor es dar lo que no se tiene a alguien que no es".
El no tenía nada excepto una sima oscura entre sus palabras y sus deseos, como todos.
Sentía que necesitaba llenarla, taparla, completarla, rellenarla de tal forma que las palabras fueran deseos y los deseos, palabras.
En su caso intuía que el deseo golpeaba más fuerte. Las emociones chillaban breves y eternas. Sus imágenes sólo eran los colores de lo que sentía.
Y, como la profecía anunciaba, se acercó a alguien que no era. Alguien que no era quien llenaría su abismo, que no rellenaría su brecha, porque nadie podía.
Pero ella era todo lo que él creía no ser.
Tan bonita, tan preciosa, tan bella.
Lamentablemente, la belleza exige que todo lo que quiera ser considerado bello ha de tener su imagen y semejanza.
La belleza, como todas las ideas, da seguridad a cambio de arrebatar libertad.

Y la chica bella que él creyó que completaría su falta hizo lo que no podía dejar de hacer. Le pidió que cambiara.
Le exigió ser el ideal que ella encarnaba. Sólo cambiar de aspecto.
Pero al cambiar de aspecto, se cambia la estructura, ya que al cambiar la estructura, se cambia el aspecto. Todo cambio cambia algo dentro y fuera.
Y él sintió el infierno negro que le definía y le nombraba inundar sus ojos como años antes inundó su mente, porque había dos mordiscos desgajando su conciencia.

El primer mordisco era un aullido.
El, que había pasado toda su vida tratando de conocerse sin atreverse a conocerse, que había leído tantos libros fuera que ya no le quedó más remedio que empezar a leerse por dentro, que tras años de rabia y llanto empezaba a aceptar parte de su esencia, ahora se veía empujado a renunciar a la única parte de la que le era imposible desprenderse. De sí mismo, de todo.
No quería disfrazarse de alguien que no era porque lo poquito que él aceptaba ser contradecía la belleza y la fealdad, el orden y el desorden. Contradecía cualquier idea, ya que lo poquito que él descubrió ser era ser libre. En un sentido minúsculo, casi inexistente, sí, pero libre al fin y al cabo.
El cambio que le exigía el amor entendido según la chica lo privaba de lo único que había tenido.

El segundo mordisco era una súplica.
Si, a pesar de todo, él lograba cambiar (cosa improbable puesto que el cambio no se exigía desde dentro, sino desde fuera), ¿ella no se daba cuenta de que entonces no tendría sentido estar juntos? Puesto que habría tapado la brecha convirtiéndose él en lo que él mismo deseaba y, por tanto, a ella no la necesitaría. Es evidente que en ese momento se abriría otra sima, porque el deseo no se apaga hasta que se muere, pero entonces ella tampoco sería capaz de llenarla porque el deseo no la buscaría a ella, sino a otra persona que APARENTEMENTE tuviera la cualidad anhelada, y, desde luego, dicha cualidad ya no sería la belleza.
Si se convertía en lo que no era, no sentiría ya nunca más amor por ella.

Y justo en el medio, perdido en la selva de cuchillas que es el deseo, atrapado en el museo inerte que son las palabras, se debatía entre el aullido y la súplica. Entre ella y él. Entre él y su abismo.