martes, 17 de julio de 2018

A mi padre

Desde hace un tiempo, cada vez que hablo con mi padre tengo la sensación de estar despidiéndome de él. Como si fuera a morirse en cualquier momento, como si nuestras palabras no formaran ya ideas sino estertores.
Desde hace un tiempo. No sé cuánto, pero sé que va para varios años ya.

Le escucho hablar del tiempo que hace en Madrid, le escucho preguntarme por la consulta y le escucho bromear. Pero entre esos sonidos, entre sus palabras, también escucho quebrarse algo. Es muy tenue y aparece al final de algunas de sus palabras. Es un crujido sutil que anuncia que la vida está a punto de ceder.
La vida le está llegando al límite, no aguanta más peso y le cruje levemente la voz. Madera rompiéndose. El principio del final. Y se lo oigo en la voz, cada vez con más frecuencia.
Cuando escucho ese crujido me quedo un rato callado, muy callado, casi sin respirar. Mi padre me pregunta si aún estoy ahí, al otro lado del teléfono. No respondo, no puedo responder. Estoy aterrado, paralizado. Mi padre me pregunta si me pasa algo, pero no puedo hablar porque sé que si abro la boca empezaré a llorar y sé que será un llanto que no podré parar durante varios siglos y no quiero preocupar a mi padre. Además, tampoco sabría explicárselo. Cada vez me cuesta más tiempo retomar la conversación.

Me debato entre acortar los espacios para volver a hablar con él, sentir que aún permanece conmigo, y dejar que pasen los días para borrar el recuerdo de esos crujidos sobre mi pecho.

Sé que su voz poco a poco va siendo conquistada por los ecos de la agonía. Y no lo soporto. ¿Cuál va a ser la última palabra que escuche de sus labios? ¿Podré estar junto a él para mirarle a los ojos y decirle a través de las manos que sé que él hizo todo lo que pudo, que sus aciertos le dieron color a mis ideales y sus fallos le hicieron más humano a mis ojos? ¿Sabrá, en el último segundo de su vida, que le he amado y que le amo?

¿Pero cómo se va a morir mi padre? Es estoico y frugal. Ha vivido grandes muertes y grandes decepciones y siempre ha estado ahí, erguido en la tenacidad, como un puntal de hierro y seda.
Si hasta parecía que la vida se las apañaba para cederle el paso. ¿Por qué no puede hacer lo mismo la muerte?
Se acaba su tiempo y con él algo central del mío. No sé hacia dónde apuntará mi vida cuando él muera, porque él ha marcado una dirección que siempre ha estado. Daba igual que yo la siguiera o no, lo importante es que había una flecha que indicaba un camino. Ese rumbo se borrará con él, porque él es ese rumbo, ese sentido, esa derrota. Sin su derrota sé que yo estaré derrotado.

Ha hecho grandes sacrificios, mi padre. Renunció a la canción del mar para estar con nosotros. Renunció al tabaco para darnos ejemplo, aunque no lo consiguiera. Renunció a la sonrisa de la vida para trabajar en una oficina, así mi madre pudo tener tiempo, mi hermana pudo tener una vida y yo pude tener libros. Renunció a una vejez tranquila por amor. Y esas renuncias tendrían ya que haberme  hecho un hombre. No es culpa suya que yo jamás haya querido aprender.
Ha hecho grandes sacrificios, mi padre. Es él quien debería tener mi nombre, pues creo que yo nunca he sacrificado nada o, al menos, nada tan importante como la vida.

Dale una tregua, muerte, dásela. Retira los crujidos de su voz. Se merece vivir un poco más y tener algunas chispas de satisfacción, algún aroma de felicidad, aunque sea al final.
Por favor, muerte, retira esos malditos crujidos de su voz. Se merece saber que su hijo ya no quiere cambiarle. Dame tiempo para que pueda transmitírselo, que ya no quiero cambiarle, que algo he podido entenderle.
Por favor, muerte, haz una excepción y convierte esta eterna despedida en una eterna presencia.
Sí, sé que es imposible. Pero al menos hazle saber que ya no quiero cambiarle y que su hijo le ama. Por favor, haz que sea la paz del amor profundo lo último que sienta antes de que su voz deje de crujirle para siempre, por favor, muerte, por favor.