lunes, 28 de julio de 2008

Frágil, punzante

Algo había que hacer, así que eligió la opción que parecía más sensata.
Su corazón era de cristal, frágil y transparente.
En su infancia estuvo a punto de rompérsele en más de una ocasión. Una vez incluso llegó a mellarse un poco y aún tenía la grieta que lo cruzaba verticalmente, recuerdo de su primera batalla contra la vida.
Mientras crecía se dedicó a construir una coraza más dura que el odio y tan alta como su miedo.
Aisló su corazón de la gente, del mundo y de él mismo.
Mientras pasaba el tiempo, su cuerpo vivía, pero su mente no aprendía. Volvía a caer en los mismos errores estúpidos de su niñez.
Atrapado en un crucero de omisiones, la coraza se tornaba tan gruesa como el mundo.
Cientos de bocas gritaban en sus entrañas y engullían su autoestima, pero no le afectaba.
Su corazón era de cristal, delicado y decorativo.
Poco a poco se olvidó de cómo era sentir, del sabor de la tristeza y del fuego de la alegría.
Se volvió incoloro como el gris, irreal como las alucinaciones.
Veía su existencia intangible, risible, insípida. Era un concierto de silencio.
Sin sueños, sin emociones, sin identidad, sin sentido. Y todo por seguir la opción que parecía más razonable. No siempre lo adecuado es lo racional.
Pero eso se aprende siendo descabellado, como el odio; incongruente, como el miedo; ilógico, como la compasión.
Su corazón era de cristal, frío e inerte.
Observaba a la gente vivir. Se fijaba que en todos había cierta chispa en los ojos que no podía nombrar, pues él nunca la había poseído.
Preguntó y preguntó sobre cómo conseguir esa gota en la mirada y no obtuvo respuesta.
Agotado se dejó caer en el suelo. Un anciano milenario se sentó a su lado.
- Uno sólo siente plenamente cuando le destrozan el corazón al menos una vez en la vida. - Dijo.
Y el anciano se fundió con el suelo en un charco de ironía.
Asombrado se irguió a contraluz.
Comenzó a demoler la coraza con lágrimas que rebasaban lo imaginable, delante de todos, sin pudor; con alaridos que desgajaban el autocontrol.
Capa tras capa, su blindaje se tornaba más pequeño y más fino y en el remolino de emociones vivió por primera vez.
Ahí estaba. Un corazón de cristal apenas mancillado, apenas utilizado.
Y con una rabia largo tiempo olvidada lo golpeó.
Y estalló en millones de átomos de dolor.
Y se consumió con placer disfrutando la victoria de la agonía.
Y se liberó.
Su corazón era de cristal, punzante y sangrante.

La música manda:

Over and Under (Egypt Central)
Savin´me (Nickelback)
So far away (Staind)

Más libros, más libres:

La historia interminable (Michael Ende)

miércoles, 23 de julio de 2008

Imposible

Apuñaló la realidad para poder comprenderla y la realidad se desangraba en ríos de idealismo.
Estranguló las normas para poder aceptarlas y las normas morían en jadeos de anarquía.
Suicidó su cuerpo para encontrarse a sí mismo y él se perdía en él mientras la muerte preguntaba y la sangre respondía. Porque ella no miente. Roja. Marcada con cada pensamiento, emoción y vivencia.
Allí estaba. En la nada con nadie.
Rebelde hasta en la risa.
Mientras su cuerpo estuvo vivo y su mente respiraba, se burlaron de él. Lo llamaron ignorante. Lo marginaron.
La gente le odió.
La misma gente que se contradecía en cada acto, en cada palabra. La misma gente que imponía normas porque le asustaba lo que no podía controlar.
A él no puedieron educarle, porque no hay nada que educar cuando uno sólo es sentido común y pasiones.
Fue fuego en las lágrimas, agua en las palabras, tierra en el alma y aire en los límites.
Creó un empirismo vital de su existencia.
Plus ultra. Siempre más allá.
Más allá de lo establecido, de lo conocido. Más allá del cuerpo y del alma. Más allá de todo. Más allá de dios. Pero supo que primero había que ir más allá de uno.
Amó hasta el síncope del desvarío.
Se enamoró de lo diferente porque todo en este mundo es diferente y sólo nosotros necesitamos que todo sea igual a todo. Tal vez para no pasar por el trauma de elegir.
Inhaló odio y exhaló energía.
Llegó a mover el universo símplemente pensando.
Se vistió con todos los corazones que han latido alguna vez y se sumergió en el mar con la bandera del interrogante.
Al final llegó donde quiso, no donde tenía.
Allí estaba. En la nada con nadie.
Rebelde hasta en la risa.

La música manda:

Meant to Live (Switchfoot)
Hello, Zepp (B. S. O. Saw)
Hana-Bi (Joe Hisaishi)

Más libros, más libres:

Trilogía "El elfo Oscuro" (R. A. Salvatore)

lunes, 21 de julio de 2008

El hombre que no tenía cara

El hombre que no tenía cara se acercó a él despacio. Un paso tras otro, marcando el ritmo al andar, lento. Se puso a su lado.
El temblaba y, al mismo tiempo, un pozo de vacío se le abría en el pecho, no podía controlar las lágrimas que gritaban preguntas y nombres y que le surcaban el rostro como si un ojo fuera el Tigris y otro el Eufrates.
El hombre que no tenía cara le puso una mano en el hombro y lo comprimió suavemente.
El siguió llorando sin atreverse a mirarle y entonces todos los sucesos tristes de su vida se abrieron camino en su conciencia. Recordó todos los deseos que nunca llegó a conseguir, todas las humillaciones que sufrió, todos los desamores, las decepciones, las muertes. Toda la tristeza. Comenzó a acariciar la idea del suicidio como algo más que aceptable, como algo confortable.
- ¿A qué has venido? - Le preguntó desesperado al hombre que no tenía cara.
Silencio.
- Me duele el pecho al respirar- Continuó él. - Mis ojos arden de tanto llorar, mi cabeza se embota de melancolía. ¿Qué me está pasando? Siento que mi alma agoniza y no lo soporto.
Se giró para observar al hombre que no tenía cara y cayó de rodillas ante el espanto y la comprensión.
- ¿Qué coño es ésto? No puede ser. - Aullaba mientras lloraba a mares. - Las cosas que no... A veces, tal vez... Yo... Pude...
Las palabras que pronunciaba se tornaban en un galimatías sin sentido, hasta que sólo los gemidos salieron de su boca. Gemidos tétricos, ansiosos de compasión, pero solitarios. Gemidos de la más absoluta desesperanza.
El hombre que no tenía cara le tumbó en el suelo y se sentó a su lado tomándole la mano. Esperaba.
El seguía llorando y gimiendo como si lo único que hubiera hecho en el mundo desde su nacimiento fuera eso.
Intentaba entender que el hombre que no tenía cara era él mismo. Donde habría debido de estar su rostro sólo quedaban dos cuencas oculares de un negro tan terrible como el luto.
Intentaba entender que ese ente que era él también había tenido cara hacía tiempo, pero intuía (no sabía cómo, pero así era) que ese ser no había dejado de llorar desde que existía y que las lágrimas le habían consumido los ojos y habían borrado nariz, labios, arrugas y lunares dejando un rostro liso e infinito como un desierto de huesos pulverizados.
El hombre que no tenía cara quizá simbolizara su parte más indefensa. Sin embargo sabía que era algo peor que la muerte. El hombre que no tenía cara era la TRISTEZA.
En cuanto esa luz atravesó su comprensión, el gemido más intenso y doloroso se le quedó trabado en la laringe como una flecha empapada en fuego.
El aire dejó de entrar en sus pulmones.
Se asfixió con sus propias lágrimas.
El hombre que no tenía cara le cerró los ojos desencajados por el miedo y el dolor, le besó los labios y le lamió la última lágrima que colgaba de las pestañas inertes.
Se volvió hacia el espejo que le vomitó el reflejó de un hombre sin cara, con una lágrima solitaria deslizándose eternamente sobre la faz pulida por millones de ellas.

La música manda:

Tribute (Tenacious D)
Icarus Dream Fanfarre (Yngwie Malmsteen)
La Calma (M Clan)

Más libros, más libres:

La invención de trastornos mentales (Marino Pérez y Héctor González)