jueves, 17 de febrero de 2011

Culpa

He experimentado todas y cada una de las millones de maneras en que se puede sentir culpa.
Y estoy muy agotado.
Creo que todo empezó para tratar de crecer, para intentar manejar la angustia.
Para tratar de encajar en cómo debería ser según los ojos de los demás y así no sentirme tan solo.
Pero la culpa es paradójica. Como toda defensa excesivamente construida, acaba formando un muro de roca transparente e infinito. Dentro tú. Fuera el resto.
Y es ahí donde llevo aislado eones.
Sólo para darme cuenta de que soy culpable de mí mismo.

Me llovieron los navajazos.
Cada vez que trataba de desempolvar los aspectos más brillantes de cada persona que consideré íntima, me llovieron navajazos.
Considero que tengo una relación especial con las palabras (como todos). A la vez que construyo la libertad con ellas, me apresan un poco más.
Pero gracias a las palabras nombré lo que sentía. Gracias a las palabras abracé lo poquito que conozco del mundo.
Las palabras moldeaban la realidad de una forma diferente cada vez que se pronunciaban. Distintas palabras, distintas realidades.
Las palabras me enamoraron y me dijeron que estaba enamorado.
Antes de que ella apareciera, propuse matrimonio a las palabras.
Se introdujeron en mi cuerpo y me marcaron. Cada letra, una emoción. Cada frase, un latido.
Y me regalaron el don de construir el mundo siempre que quisiera. Me regalaron el don de vivir la vida que quisiera, de ser quien deseara. Al hacer el amor en ellas, me obligaron a no dejar ni de hablar ni de crear.
Pero las palabras son arteras. También me maldijeron.
No me advirtieron de que mis palabras podrían no ser compartidas con los demás. Y ya sabemos todos que uno no existe si no es con otros.
No me advirtieron del peligro.
Y me maldijeron.
Y desde entonces, aunque, por pura necesidad, por puro matrimonio, por puro nacimiento, pongo mi verdad (la verdad de lo que siento, la verdad de lo que veo) en cada frase que pronuncio, los demás no me creen.
En la dicotomía en que la sociedad dividió el mundo, a mí me colocaron en el bloque de los mentirosos.
Me pregunto cuánto hace falta para que me muden al de los locos.
Pongo mi esencia en cada una de mis palabras. Entrego mi corazón en cada una de mis frases, pues ese es el compromiso a que me obligó el lenguaje.
Pero los demás no me creen.
Si no me creen, de alguna forma velada, me llaman mentiroso.
Y es odioso sentir que la mujer que amas, que tus amigos más cercanos, que la familia que te vio crecer, te perciban como un mentiroso.
Cuando lo único que has hecho ha sido nombrar su parte mejor, la que les hace humanos a tus ojos. La que brilla más que una aurora boreal.

Y así nace la culpa.
Culpa porque al fin y al cabo, ni siquiera eres tú quien habla, sino el lenguaje.
Culpa porque ese lenguaje que me ha llevado bajo el mar, a la luna, a lomos de dragones y grifos, me deja abandonado y solo.
Pues parece ser que las palabras bonitas siempre encierran mentiras.
Lo que siento entonces ha de ser mentira. Porque si quiere ser verdad tiene que ser feo.
Y en mi culpa para evitar la soledad, encuentro la más descarnada de las soledades.
Y en esa soledad, soy libre.
Pero tampoco me dejan ser completamente libre y mudarme, por fin, al reino de la locura.
No me dejan, porque a veces, sin pensarlas, dije cosas que otros consideraron hermosas (rara coincidencia).
Pero esos otros, que se llamaron durante un tiempo mis amigos, me apuñalaron de frente.
Me obligaron a no saber cómo actuar para no dañar (he ahí el freno de la culpa) y, de alguna manera, me convertí en dependiente de ellos (he ahí el último eslabón de la cadena que me impide la libertad y la locura).

Así llevo toda mi vida.
Entre la rabia y la culpa.
Muerte, ¿dónde te metes?
El lenguaje me ha jugado la peor de las pasadas. Pues para morir, he de callar.
Y no puedo dejar de vomitar palabras.
Dios mío.
Quizá si estoy muy muy solo (como me siento esta noche) durante mucho, mucho tiempo, entonces puede que me olvide de cómo hablar.
Puede que pueda callar.
Puede que pueda matarme.
Al fin.
Al fin.

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