lunes, 18 de febrero de 2013

Derecho a la propia rendición

Desde la tribuna que forman los desconchones astillados de mi piel.
Frente al micrófono que forman las horas del insomnio acuchillador de paz en la agonía de mis noches.
Sobre vuestras cabezas vacías que aparentan escuchar mientras mastican trozos de otros cuerpos, de otras calideces.
Tengo algo que decir.

A lo largo de los años he jugado con vuestras reglas.
Me he vestido con vuestras telas.
A lo largo de los años he soñado vuestros sueños
y he hecho míos vuestros deseos.
A lo largo de los años he creído vuestras promesas,
he defendido vuestras ideas
y he luchado por vuestras consecuencias.

Sin embargo, me encuentro desterrado de vuestras palabras,
olvidado de lo que garantizastéis si mis pasos seguían vuestra senda.
No diré que me mentistéis,
pues supongo que no es mentiroso quien se cree una patraña y la promulga,
sólo es estúpido.

En este tiempo de ahora
permanezco congelado en un día
que no cesa de repetir el mismo esqueleto de hora.
El efecto visible
es una soledad inasible,
un cansancio desesperado y errante.
Tal vez no me importaría si mi cuerpo dejara de recordármelo.

La noche antes de anoche mis dientes mordieron mi lengua
y llenaron de sangre mi boca.
Lo curioso es que mi conciencia se había ido brevemente de vacaciones,
así que sólo pude deducir que algo había pasado
por la sangre y el charco de saliva sanguinolenta en el suelo del cuarto de baño.
No obstante, lo que funcionó como señal fue el abrazo inconsciente
con el que mi mano derecha aferraba mi antebrazo izquierdo.

Mi piel tampoco es ajena a vuestra carga
ni a vuestra falta de palabra.
Es como si el dolor quisiera devorarme
rajando y desgarrando mi epidermis.
El desengaño que siento dentro
me rompe bien visiblemente fuera.
Es una venganza paradójica de mi cuerpo
que vuestros ojos tengan que ver mis heridas.
Dentro de poco os condenaré a ver mis entrañas.

Todo esto es para explicaros que no soy ajeno a mi cuerpo
ni a los efectos que vuestra incapacidad y estupidez
dejan en mi memoria.
Todas las señales están claras,
todas las reflexiones, tomadas.
Por eso tengo algo que deciros.

Soy humano.
A mi pesar y a mi dolor.
Soy humano.
Y como tal sólo puedo encontrarme en mis actos,
no en los vuestros.
En mis palabras, no en las vuestras.
En mis deseos, no en los vuestros.
Soy humano.

Así que desde esta tribuna macabra,
frente a este micrófono aterrador
y sobre vuestras cabezas desoladas
exijo el derecho a la propia rendición.

Exijo el derecho a parar y a no seguir.
El derecho connatural de todo ser humano a caer y no levantarse.
El derecho a convertirme en un cadáver en la muerte y no a serlo en la vida.

Exijo el derecho a la propia rendición.
No soportar más vuestros ideales de cartón,
vuestras promesas hipócritas.
Pero, por encima de todo,
exijo el derecho a cometer mi propio acto de violación
contra vuestro brutal e inacabable espíritu de superación.

Mi derecho a la propia rendición
escupe en vuestros valores de éxito, riqueza y bienestar.
No pretendo cambiaros, ni criticaros.
Sólo quiero juzgaros.

Seré vuestro juez en este acto.
El acto de rendirme ante vosotros.
Pero no os confundáis,
no caeré de rodillas.
Mi sangre manchará vuestra ropa.
Me ocuparé personalmente de ello.
Ya que sólo os importa la imagen,
que sea vuestra imagen la que soporte
mi sangre.

Mi derecho a la propia rendición
es la única forma que me queda
de aullar que lo hemos hecho mal.
Pero al menos yo no retrocedo.
Sangre en vuestra imagen.
Sangre en vuestra ropa.
Sangre fuera de mi cuerpo y de mi piel destrozada.
¿A que ahora es más sencillo
comprender un suicidio?

Esta va a ser la guerra a partir de ahora.
No os mataremos.
Nos mataremos nosotros mismos.
¿Qué vais a hacer cuando os quedéis sin esclavos?
Seguid creyendo en el amor y la esperanza, cabrones.

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