sábado, 25 de octubre de 2008

Mi primer beso...

En los libros lo describen como puro, limpio, romántico. En las películas lo muestran como dulce, pulcro, inocente.
Pero en mi caso no fue así y creo que arrastro sus consecuencias.

Mi primer beso fue indecente, corrupto, ansioso, amargo, obsceno y, ante todo, culpable.

No consigo deshacerme de ella. Me arrastra, creo que me alimenta, que me impulsa.
Nací de ella, como todos, pero a diferencia de muchos no trato de negarla, al menos ya no.
La lujuria me atrapa y, precisamente por eso, me define.

Y allí estaba yo, con apenas quince años y la lascivia tatuada en el alma, frente a unos labios desconocidos y un rostro borroso en mi excitación.
Y busqué esos labios ajenos con los míos, pero no había inocencia, sólo ganas y una atracción irresistible desde la parte más incomprensible de mi ser.
Los encontré. Entonces toda mi sangre inundó mi entrepierna y mi cerebro se rompió con su textura, descuartizado a cuchillazos de libido.
Y nuestras bocas se abrieron y nuestras lenguas se exploraron. Me sentí como el hombre que descubre un secreto hundido en el olvido; y me sentí vivo, completo. Pero no me completaba la otra persona sino la satisfacción de mi lujuria. Allí vi su cara por primera vez y supe que la había buscado desde que entendí que yo era un ser diferente al mundo que me rodeaba.
Y sólo saboreaba el color rojo de la sangre, de la lengua, de los pezones y de la parte interna de los genitales, todo lo saboreaba en ese beso.
Y sólo sentía latigazos de color rojo por todo mi cuerpo. Y sólo veía saliva de color rojo ante mis ojos. Me zambullí en ella y encontré un millón de puñales rojos que se bebían mi sangre roja, mientras mis dientes rojos mordían una lengua roja que no era la mía y mis labios rojos sellaban la única salida.

No había pureza en ese beso, sólo deseos de arrancar la ropa a la chica que me lo regalaba y que se convertiría en una de las losas más pesadas que habría de cargar en mi vida. Y después de la ropa, desgarrar sus pechos con las manos, su cuello con mis dedos, su espalda con mis puños y su sexo con mis uñas sin separar mi boca de la suya, para descubrir cómo la parte más física se entrelaza con la más espiritual en un orgasmo de sangre y preguntas, de fluidos y pensamientos, de gemidos y lágrimas. De chillidos y respuestas.

Y me sentí culpable. Culpable por sentir eso, por desearlo. Pensaba que era horrible que la lujuria viviera a través de mí, pensaba que todo había empezado con ese beso.
Pero ahora veo que con ese beso no comenzó nada. Ese beso era inevitable.
Estoy seguro que con otra persona y en otras circunstancias el resultado habría sido el mismo.
Así que me envuelvo en mi lujurioso desenfreno y dejo que me arrastre, porque, al fin y al cabo, soy yo quien se arrastra a sí mismo.
Lo acepto.

¿Por qué voy a cambiar la fuerza donde nacen los sentimientos que me hacen humano, que me obliga a aferrarme a la vida?
¿Por qué voy a cambiar la esencia que me da mi lugar en el mundo, que me da la posibilidad de comprenderme a mí mismo y a mi entorno?

Ya no la niego.
Me siento culpable, porque lo soy.
Perdón, no puedo evitar decirlo con orgullo.

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