viernes, 9 de abril de 2010

En el borde del acantilado

Estoy sentado justo en el borde del acantilado. Apenas se ve el fondo, sólo una interminable pared negra de roca viva que supura niebla.
Desde abajo se eleva el sonido de olas rojas estrellándose a lamentos contra las piedras más afiladas del abismo que contemplo.
Sé que sólo necesito una pequeña inclinación para caer y matarme, también sé que la gravedad está deseosa de hacer su trabajo.
Y lo más importante de todo.
Sé que no es la primera vez que me siento en el borde de este acantilado.
Reconozco el cielo violáceo sin estrellas ni luna que me aplasta desde arriba.
Reconozco la brisa pesada y salobre que me aplasta los costados.
Y por supuesto, reconozco el tajo brutalmente negro del acantilado que me aplasta desde abajo.

Sentado en el borde del acantilado soy una agonía silenciosa comprimida.
La sombra de una fresa licuada y exprimida.

Estoy sentado justo en el borde del acantilado. Y estoy en silencio.
Estoy callado porque no quiero escuchar palabras que disfrazan la esperanza de realidades; estoy aquí precisamente porque me disfrazaron la realidad con esperanzas.
Estoy sentado justo en el borde del acantilado. Y estoy solo.
Estoy solo porque no quiero tener a mi alrededor cuerpos que me griten que me lance y cuerpos que me chillen que no me lance. Estoy sin nadie porque la decisión de matarse ha de ser tomada en el monólogo solitario de un deseo amputado.

Sentado en el borde del acantilado soy atravesado por un lenguaje de piedra.
Sonidos hápticos de unos ojos hieráticos.

Sé que no es la primera vez que me siento justo en el borde de este acantilado. Pero no sé cuántas veces he venido. Quizá está sea mi segunda visita, quizá he venido más de un millón de vidas.
A pesar de todo, la pregunta más evidente
"¿Me inclino y me mato?"
no es la más importante
"¿Esto es el principio o es el final?"

Estoy sentado justo en el borde del acantilado.

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