domingo, 14 de agosto de 2011

Inútil

¿Cuántas veces me he preguntado qué estoy haciendo? Demasiadas como para recordarlas.
En las últimas 24 horas lo he sentido intensamente.
He gritado demasiadas veces la incompetencia de otras personas cuando la mía estaba arañándome los ojos, quizá por eso no la veía.
Mi prepotencia ha sido inmensa.
Creo que no quiero dedicar mi vida a esta profesión. Carezco de la seguridad que dan los psicofarmácos o una sólida experiencia o un pensamiento dirigido.
Me comía por dentro. Me come por dentro.
¿Qué expectativas genero en las personas? ¿No ven que es falso, falso, falso? ¿Cómo no se puede ver la nada inmensa que me atraviesa y me desgarra?
NO SOY NADA.
O quizá deba decir que soy la maldición de una nada consciente.
No tengo palabras para describir la impotencia tan absoluta que me envuelve y me arropa, la sensación de inutilidad tan cierta y pesada que me aplastaba contra el linóleo del hospital, contra el suelo de mi existencia.
Ahí veía a mis compañeras resolver, rescatarme de callejones en los que yo mismo me metía porque no tenía rumbo, ni objetivos, ni perspectiva.
Ahí veo todos los días a las personas que yo he tildado de incompetentes y miserables bregar con el sufrimiento. Que no me gustara su forma no quiere decir que yo lo hiciera mejor. He ahí lo que me ha abofeteado la conciencia en estas últimas 24 horas.
Yo soy el más incompetente. Ahora lo veo. Ahora lo comprendo. La proyección funciona demasiado bien, admiro a Freud por definirla.
Yo soy el inútil.
Pero qué imbécil, qué narcisista, qué despreciable he sido.
Horas y horas leyendo filosofía, intentando comprender el psicoánalisis. Como si ahí estuviera la respuesta, o como si sus preguntas fueran más éticas o más prácticas.
Tiempo malgastado, tremendamente malgastado.
No es que la filosofía o el psicoanálisis no sirvan. Creo que sirven mucho, pero para personas mejor dotadas de intuición y aplicación práctica. No para mí que nunca he sabido distinguir lo ideal de lo aplicable, que nunca he llegado a crecer del todo.
Estoy muy avergonzado de mí mismo. De mi osadía a la hora de creer que yo podría enseñar algo, que podría decir algo. Afortunadamente la realidad me ha colocado en mi lugar.
Me ha costado, pero me ha bajado del pedestal insoportable que yo mismo me erigí.
Tengo ganas de decir que sí a todo. Tengo muchas ganas de refugiarme en la ciencia y en las guías de práctica clínica y en los protocolos. Ahora los comprendo. Si nada más me calma esta angustia, si nada más puede hacerme humilde ante mis ojos, tengo que aprenderlos y definir mi trabajo en torno a ellos.
No quiero ser distinto.
No quiero estar solo ni quiero estar acompañado.
No quiero creerme en posesión, no de la verdad (eso sería hasta comprensible), sino de la ética, que es mucho, muchísimo más grave.
No quiero escuchar miserias y sentirme impotente respecto al paciente, incompetente respecto al sistema, inútil respecto a mí.
Es que me duele mucho, de verdad.
Y sé que esa sensación entronca muchísimo con otras áreas de mi vida.
Me siento muy roto.
Más que en mucho tiempo.
No quiero esta profesión. Es mentira. Es un espejismo. Es un refugio con trampa. Es innecesaria. Es vergonzosa.
Por lo menos mientras sigamos en ella personas como yo.
Tengo que irme por el bien de la imagen de mi profesión.
Porque ya iba siendo hora de que asumiera mis limitaciones.
Inútil. Incompetente. Impotente.

No hay comentarios: