miércoles, 15 de febrero de 2012

De la soledad y sus efectos

Cuanto más estoy conmigo, más me alejo de mí.
Es el efecto de la soledad: Abre una distancia inabarcable cuanto más te acerca.
Soledad.
Que repito.
Que me condena.
Durante todos los minutos, cada día, he de convencerme de que esta soledad es elegida por mí. Que yo la decido, que yo la busco. Porque si no, creo que acabará por desintegrarme del todo. Ya que no puede enloquecerme, quizá opte por matarme.
Así que en parte me engaño, en parte me digo la verdad cuando trato de convencerme de que esta soledad la elijo yo.
Creo que el ser humano puede cargar mejor con la culpa que con el vacío.

¿Cómo poner en palabras lo que siento?
Quizá podría decir que es como si el Universo me apuñalara con el tiempo. Cada segundo, una cuchillada.
Quizá podría decir que es como si mi cuerpo fuera una pastilla efervescente, desapareciendo y perdiendo consistencia perceptiva con cada pensamiento, con cada movimiento.
Es difícil caminar cuando tienes medio cuerpo enterrado en el fango de tu inutilidad, de tu ignorancia, cuando tratas de respirar entre los escombros que, hace no mucho tiempo, llamabas "yo".

El odio intenso hacia mí mismo es mordiente. Paradójicamente engordo cuanto más me engullo.
Mordiscos. Los que me vienen de fuera son caricias comparados con los que me despedazan por dentro.
Esta angustia de llorar sólo parpadeos secos, desérticos. Si las lágrimas son un recuerdo, ¿por qué me estrangulan el pecho?
Y si no puedo llorar salvo polvo, ¿por qué las siento amarrando mis palabras?

Mi familia está lejos, mis amigos están lejos, mi amor está lejos. ¿Por qué he elegido eso? No es casualidad que cada vez que eso cruza por mi cabeza, la muerte habite mis latidos.
Quizá estoy buscando el momento exacto de mi suicidio.
Quizá detrás de las palabras de Lacan sólo busque el momento apropiado.
Quizá entre los renglones de Foucault sólo busque el espacio correcto.
Quizá esté desbrozando la maleza que impide a todo hombre matarse.

La soledad coge de la mano a la muerte. La acuna, la mece.
En un mundo violado por el hombre, sólo el hombre de verdad (el que emerge entre el naufragio de su infancia desharrapado y medio ahogado) sabe que sobra.
El suicidio como amor a la Naturaleza.
El suicidio como disculpa ante uno mismo.
El suicidio como reparación del lenguaje. Como la palabra más plena. Como la palabra más vacía.

Sé que no quiero estar con nadie.
Poquito a poco, desde hace mucho tiempo, me voy desarraigando de la vida. De una vida que no comprendo porque no la comparto.
La gente se equivoca al creer que ser adulto es asumir responsabilidades.
Ser adulto es vivirse solo.
Es bracear contracorriente para no pedir ayuda, para no destacar entre las demás bocas que aúllan pidiendo amor.
Algunas bocas llamarán a ese amor sexo.
Otras lo llamarán poder.
La mayoría lo llamarán dinero u objetos.
Pero todas, sin lugar a dudas, emplearán el término "amor" para tratar de suturar un agujero tan grande como sus vidas, como su ser.
Pocas, muy pocas, de esas personas aullarán pidiendo amor y lo llamarán amor y abrirán un cauce por el que circule su deseo y su pulsión de una forma humana.
Lo sé porque lo he leído en los libros.
Lo sé porque he conocido a personas así.

Yo, tristemente, elijo desangrarme lentamente por mi vacío.
Sin esperanzas de paternidad.
Sin esperanzas laborales.
Sin esperanzas de pareja.
Casi estoy en la tercera década de desangramiento.
¿Cuánto queda para morir?
¿Cuánto más puedo aguantar entre el odio y el desprecio hacia mí y el vacío brutal que me carcome?
¿Tanta vida desperdiciada tenía dentro que a la muerte le cuesta encontrarme?

Qué pena, joder. Buscar cariño y no poder pedirlo, buscar amor y odiarte por eso.
Soy libre.
Al menos soy libre.
Es un consuelo tan bueno como otro cualquiera cuando meditas sobre el suicidio.
No hables, chaval. Así sólo prolongas el tiempo.
No hables.
Actúa.

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