viernes, 2 de marzo de 2012

Tormentas

Hay belleza en la tormenta.
En todas las tormentas.
Las del cielo rompen el aire para crearlo nuevo, primero, líquido.
Las del alma reducen a astillas imágenes obsoletas y ya carcomidas
para ligarla a otras menos duras, más completas, si es que esa palabra
aún puede ser pronunciada.
Otros dirían que más maduras.
Pero madura sólo está la fruta, no el hombre, no el alma. Nunca.

Recuerdo haber provocado una tormenta
cuando tocaba el laúd en el castillo de rubí.
Era otra vida y era un niño todavía.
Aún lo sigo siendo.
Aún lloro por las noches
(suaves réplicas de tormentas).
Aún me desbordan las preguntas,
unicamente las que no esperan la respuesta cierta,
sino la bonita,
la que hace soñar.
La respuesta que siendo mentira
crea la verdad humana.
Quizá por eso Pessoa supiera que el poeta es un fingidor.
El reverso de esa frase es que es un fingidor
porque no dice la verdad.
La crea.

Mientras tocaba el laúd en el castillo de rubí
se desataba la tormenta.
Y no podía ser de otra forma cuando se toca
para la muerte.
Yo quería ver bailar a la muerte.
Darle un motivo para justificar su eterna sonrisa.
Entonces habló la estatua:
"La armonía está llena de huecos.
Si amas la música, sólo tienes que dejarte caer
por los adecuados".
Creo que fue en ese momento cuando supe
que mi corazón siempre había sido un dragón
que aun dormido exhalaba fuego.

La tormenta de esa vida
me trajo a esta.
Y me trajo desnudo.
Desde entonces no puedo evitar sentir que la vida
nos encuentra desnudos
sólo por el hecho de que la muerte
nos deja así.
"¿Qué es morir sino erguirse desnudo?"
preguntaba el poeta árabe.
Supongo que nacer sería una respuesta
tan buena como cualquier otra
que tomara la forma de palabra.

También hay tormentas de palabras.
Son los gritos y los alaridos del vacío humano
que misteriosamente han logrado investirse de sentido.
Si tantos siglos hemos tardado en poder hacer eso,
¿por qué nos empeñamos en taparlos con discursos vacíos?
Una tormenta de palabras también desnuda al ser humano.
¿Para qué vestirlo con vacíos que nunca fueron suyos privándole del que realmente le pertenece?
Claro. Si estamos vestidos, si nos cubrimos con prendas, con palabras, con objetos que sólo son distintos en número, no en forma, entonces nos sabemos inmortales.
Y ese saber es el que nos mata.
Un francés que hablaba no sé qué de psicoanálisis gastó toda la vida tratando de mostrar que el saber no debe (no puede) ser identificado con la verdad.

Dije que era un niño mientras tocaba el laúd
en el castillo de rubí y se desataba la tormenta.
No tengo tiempo para contar cómo llegué allí,
qué significaba que fuera de rubí y que la muerte habitara en él,
pero sí diré que también mencioné mi corazón.
No tengo tiempo para explicar cómo ascendí por la montaña de las manos
que hablaban con el aire,
ni cómo tuve que jugar una partida de ajedrez contra una lágrima de mujer
(perdí, por supuesto).
No tengo tiempo para describir cómo fue ver amanecer el mundo de entre
las olas de tierra que fue carne,
ni cómo fue mi encuentro con la raza de personas que nacían de la música
y morían transformadas en partituras.
Sí, sé que podría ser un cuento entretenido pero
¿qué me hace pensar que no es esta vida el cuento que cuento
para la muerte con mi laúd en el castillo de rubí donde se desata la tormenta?

Suena la música.
Baila la muerte.
Habla la estatua.
Late el rubí.
Me pierdo entre los huecos de la armonía
y del vacío sale su música.

Si sólo pudiera trazar el silencio que dio forma al lenguaje
tal vez al pronunciar su nombre, el de ella,
quedara yo totalmente soldado a su significado.

Ahora veo que es eso lo que buscan los labios.
Ahora veo que así nacieron los besos.
Comienza la tormenta de ellos.

No hay comentarios: