lunes, 15 de junio de 2009

De la revolución espiritual

"La publicidad nos hace desear coches y ropa. Tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos medianos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos vivido una gran guerra, ni una gran depresión. Nuestra guerra es una guerra espiritual, nuestra gran depresión son nuestras vidas. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock. Pero no lo seremos. Y poco a poco lo entendemos. Lo que hace que estemos muy, muy cabreados".
Es lo que dice Tyler Durden a su cada día creciente "Club de la Lucha".

Y es cierto. Cada palabra, cada silencio, si escuchamos a Lacan diciendo que nuestro deseo, en realidad, no es nuestro, sino del otro, de los demás.
Vamos por partes.
Lacan, haciendo una relectura de Freud, afirma que toda persona nace con una falta, una brecha, que no se puede llenar, pues esa brecha es el precio que pagamos por el lenguaje, por nuestra capacidad de simbolizar. Es una brecha que es peligrosa, pues pide ser llenada irracionalmente y sin atenerse a las consecuencias (así surgen los famosos goces) y, precisamente por eso, también es motivacional, porque nos impulsa a eliminar la desazón que el hueco simbólico nos provoca.
Nacemos y, al no haber aprendido aún a hablar, lloramos, pero quizá no sabemos por qué lloramos, tiene que ser la figura materna la que interprete la causa de nuestro llanto. Es esa figura la que nos cambia o da de comer, por tanto, ya desde el principio, el deseo no es nuestro, sino una interpretación que viene de fuera y que nosotros vamos interiorizando.
No profundizaré más en la teoría lacaniana por mi enorme desconocimiento, pero sí remarcaré lo irónico de que TODOS tendamos a llenar nuestra falta interna, nuestro precio por el lenguaje, con realidades, símbolos, objetos o ideas externas. Es irónico, sí, pero también inevitable porque si ya nacemos rotos, en nuestro interior no podremos encontrar lo que arregle eso. Y así va apareciendo la socialización, la separación materna, y, con trabajo, la sublimación de esa angustia en energía vital, en esperanza.
El objeto de nuestro deseo es externo, pero la capacidad de desear es nuestra, ineludiblemente unida a nuestra existencia. Y vamos pasando de un deseo a otro. Si conseguimos algo que anhelábamos con todo nuestro ser, al tenerlo, inmediatamente se vuelve inútil y necesitamos algo diferente.
Pero ¿Qué pasa cuando deseamos y/o nos hacen desear algo que jamás alcanzaremos?
Supongo que la primera respuesta es la negación.
En un mundo donde lo externo, lo considerado exitoso socialmente, sólo es privilegio de unos pocos, ¿qué pasa cuando no lo alcanzamos, aunque sea lo más deseado por nosotros, precisamente porque es lo más apreciado fuera de nosotros?
Da igual, intentamos lograrlo negando nuestra imposibilidad de conseguirlo.
Y vamos a complicarlo para mal. ¿Qué pasa cuando lo que nos hacen desear o lo que deseamos NO es simbólico, es decir, no es algo que nos ayude a nuestro crecimiento personal, a redirigir el hambre inagotable de nuestra falta para impulsarnos a nosotros mismos? ¿Cuando lo que nos hacen desear o lo que deseamos es sólo material, son sólo cosas que perversamente nos han hecho identificar con ideales simbólicos como felicidad, satisfacción, realización personal?
Creo que al principio seguimos negándolo e intentamos conseguir esos objetos socialmente loables, continuamos creyendo a la televisión, a las películas, porque la felicidad está en ser millonario, un dios del cine o una estrella del rock, teniendo cosas que otros jamás podrían soñar, mejores coches, mejores casas, más dinero.
Pero cuando la brecha insaciable además de quemarnos como siempre ni siquiera se calma un poquito, ni siquiera nos acerca a lo socialmente establecido, ¿qué pasa con nuestro deseo?
Sigue ahí, pero vamos tomando conciencia de él. Poco a poco vemos lo que nos ha querido ocultar nuestra cultura negando el sufrimiento, identificando tener muchos objetos a ser más felices. Vamos viendo la necesaria desigualdad que ha de haber para que unos pocos sean "felices", según la sociedad, a costa de la desgracia de millones que no podemos permitirnos esos objetos, o que no pueden permitirse ni tan siquiera comer.
No hemos vivido una gran guerra ni una gran depresión. Claro, no hemos vivido sucesos externos que hayan puesto el peso más en lo simbólico que en lo material, más en los ideales que en la autosatisfacción inmediata. Por eso nuestra guerra es una guerra espiritual, en busca de los símbolos perdidos, en busca de los ideales asesinados por un hedonismo horriblemente mal entendido. Por eso nuestra gran depresión son nuestras vidas, porque somos conscientes de que ese deseo que viene desde fuera no sólo no lo podremos lograr jamás, sino que tampoco nos serviría para definirnos si lo alcanzáramos y no nos aporta nada que nos ayude mientras tratamos de obtenerlo.
Por eso somos los hijos medianos de la historia, desarraigados y sin objetivos. Porque no podemos llamar hogar (literal o metafóricamente) a un coche, a un traje de marca o a un billete de 500 euros, porque no podemos marcarnos como objetivo vital esas cosas cuando hemos empezado a entender de dónde vienen y por qué vienen. Porque nos avergonzamos de desearlas.
Y nos vamos cabreando cada vez más. Porque nos damos cuenta de que hemos vivido en una gran mentira. Porque nuestra identidad individual no puede ser definida a través de elitismo material.
Nos mintieron. Nos mentimos.
Y entonces es cuando el suicidio (simbólico o real) no parece tan deleznable, sino algo puro, algo vocacional. No por el hecho en sí, sino por lo que entraña. Por lo que significa.
Autodestrucción como fiera oposición a autosatisfacción. Lo verdadero (fealdad, gordura, locura) como rabioso desafío a la perfección. Nuestra catarsis, nuestra liberación es la aniquilación de la falsa espiritualidad con la que hemos comulgado hasta que no fuimos capaces de ignorar que la odiábamos.
Necesitamos la destrucción (simbólica o real) para sentirnos verdaderamente desesperados. Vamos aprendiendo que sólo los desesperados son los únicos libres para elegir y, eligiendo líbremente, encontramos la esperanza. LA VERDADERA esperanza, porque es nuestra, ya que la deseamos de dentro pero la cogemos de fuera ELIGIÉNDOLA nosotros.
Y entonces es cuando la rabia, la decepción y la muerte nos impulsan porque deseamos el amor, la realización y la vida.

Negamos porque nos echamos de menos.
Luchamos porque echamos de menos la libertad.
Gritamos por la esperanza.
Morimos en normas que no establecimos nosotros.
Pero nacemos en el cambio.
Y tenemos sentido en la revolución inevitable del alma.

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