miércoles, 21 de agosto de 2019

Dos percepciones del abismo

I:

Miraba los chapiteles sin tallar de la muerte, la corona de toda vida. Y se preguntaba si habría olas allí encerradas. Y se preguntaba por qué es siempre la muerte de otro la que importa más que la propia. Y se preguntaba si eso tendría que ver con el amor, si era su causa o su consecuencia, si se podría imaginar una existencia del amor que no estuviera sostenida por la muerte.
El tiempo caía en un chirimiri sin pausa. Empapaba su camisa y su piel, se le metía por dentro hasta licuar su memoria, hasta desplegar todas las sensaciones, todas las imágenes, todos los olores que había visitado sin saber en el fondo qué significaban.
En esa soledad punteada de ausencias que le hablaban miraba los chapiteles sin tallar de la muerte, el culmen de toda vida. Y se preguntaba si habría latidos allí encerrados. Si permanecerían allí los latidos de ella, los de su familia y sus amigos.
Un anciano de treinta y seis años lloraba mientras miraba los chapiteles sin tallar de la muerte.

II:

Le había pedido la música y él no la encontraba.
La había dejado yaciendo en la cama con los ojos cerrados y un rictus de agonía sobre los párpados, saliendo como un loco a buscar la música.
Con la mirada roja de la angustia y en el pecho el aullido silente de la desesperación corrió hacia las partituras sin encontrar la que buscaba. Parecía un vendaval de papel, se derramaban las melodías y la música no aparecía. Había desenfundado los discos, esparciendo vinilos mudos sobre el mundo, y no hallaba la música.
Pasaron dos eternidades en un viaje frenético sin éxito. Rodeado de discos negros y partituras blancas él lloraba inconsolable. Ella se moría y la música había desaparecido. Poco a poco se fue levantando. Le costó un año apoyar la mano en el suelo frío y otro año más coger impulso con las piernas. Se acercó al violoncello nadando contracorriente en el río de aceite que era el sufrimiento.
Volvió a la habitación donde ella permanecía como la había dejado. Tomó asiento a su lado, acarició su frente y abrazó el violoncello. Cogió aire muy despacio, cerró los ojos, desplegó la memoria, apuñaló su corazón y comenzó a tocar.
Tocó sobre el otoño que se conocieron, el momento en que cruzaron la mirada y el nacimiento del tiempo. Arpegió las noches abrazados, el calor de la unión y las escapadas de los fines de semana. El cello vibraba con las discusiones y los reproches, con los colores con los que ella había pintado la casa, con los desayunos diarios y las cenas de celebración. Tocó sobre ella, su sensibilidad y su capacidad de encontrar la belleza en los sitios más comunes. Tocó sobre él, sobre su extravío y su deseo de que ella permaneciera a su lado. Tocó sobre la vida y sobre lo que no volvió. Tocó sobre sus manos entrelazadas a pesar del abismo.
Cuando terminó de tocar pasaba la medianoche y se había quedado vacío. Notó su mano en la rodilla y vio que había abierto los ojos. Ella lloraba en silencio y sus labios esbozaban una sonrisa.
Así dejó de respirar, pues esa música fue lo que le permitió cruzar el umbral de la muerte sin temor.
Con los ojos nublados de dolor, él destrozó el cello contra el suelo y partió el arco con las manos, se arrodilló vacío al lado de la cama y la abrazó.
Ella se había llevado la música.

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