sábado, 30 de enero de 2010

Sobre la muerte y el tiempo (II)

Se me acaba el tiempo.
Y no quisiera tener que gritar que estoy muerto.

Hace años me contaron una leyenda.
En la era en que la Tierra no había sido desangrada, un pueblo habitaba rodeado de montañas. Era el último pueblo de hombres inmortales que alguna vez hollaron el mundo.
Todos los pueblos aliados y enemigos se habían desintegrado, víctimas irreparables de la eternidad que moraba en su sangre.
Todos los hombres y mujeres de las comunidades más antiguas desaparecieron en el agua y en la tierra, en el fuego y en el aire, víctimas desesperadas del olvido que engullía sus almas.

Pues está escrito en las olas que el precio de la inmortalidad es la memoria. Y si nadie recuerda, nunca existió nada.

Con la noticia de la desaparición de la tribu gris, el pueblo rodeado de montañas tomó conciencia de su soledad eterna, condenada, a la larga, a la ausencia.
Consultaron al chamán, el único hombre del pueblo que en lugar de corazón tenía agua y en lugar de ojos, aire.
El chamán, tras días de leer la orilla del río y lunas de escuchar la brisa entre la hierba, les dijo que la única manera de detener el olvido era congelar el tiempo.
- Hay - susurró el chamán. - en lo más alto de la montaña más alta una cueva infinita rodeada de fuego donde habita Theck, dios del tiempo y de la inmortalidad. En lo más profundo de la caverna guarda celosamente un trozo de hielo negro. Ese fragmento de hielo es lo único capaz de inmovilizar a Theck.
Entonces el pueblo rodeado de montañas envió al hombre más joven (apenas un niño) en busca del hielo negro.

Así fue como el último inmortal trepó a lo más alto de la montaña más alta.
Descubrió la cueva y penetró en ella apagando las llamas con su sangre. Engañó a Theck con la melodía de su laúd y desde entonces el tiempo se detiene con la música.
Atravesó puñales de roca, se enfrentó con arañas de carbón y con dragones de lava.
Y por fin, en el centro de un laberinto de piedra tallada en espiral halló el trozo de hielo negro.
Abandonó el laúd en lo más hondo de la caverna del tiempo y en su funda escondió el hielo.

A la salida le esperaba Theck. Gigante. Eterno.
Al no tener el laúd, el último inmortal se enfrentó al dios blandiendo el hielo negro. Pero Theck ya estaba prevenido porque el chamán se lo había contado todo al dios del tiempo a cambio de ser el último hombre en olvidar.
Theck se protegió con un escudo de sangre y llamas que derritió el hielo dejando al último inmortal armado con la última astilla del negro fragmento.
Theck, llevado por la venganza, se abalanzó contra el último inmortal decidido a torturarle por toda la eternidad.
Fue en ese momento cuando el último inmortal se atravesó los ojos con la última esquirla de hielo negro para no ver el odio de Theck.
Al levantar la vista y clavar los ojos en el dios, éste quedó congelado. Sin embargo, con el último aullido de rabia, Theck lanzó una maldición. Ellos congelarían el tiempo, vencerían al olvido, pero a costa de su vida.

Por eso desde entonces los hombres tienen un círculo negro en el centro de cada ojo. Es él el que congela el tiempo y, al congelarlo, se vuelve recuerdo.
Desde entonces los hombres recuerdan.
Es por eso desde entonces que los hombres son mortales. Desde entonces la muerte va unida al tiempo. De ese matrimonio nace la memoria.
La memoria, que congela al tiempo pero no lo detiene.
La memoria, que recuerda a la muerte, pero no recuerda la forma de vencerla.

Se me acaba el tiempo.
Empiezo a gritar
que ya estoy muerto.

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