domingo, 17 de junio de 2012

De las formas de morir de los hombres

Desde pequeño he preguntado a la muerte.
A veces la he llamado. Incluso llegué a desafiarla.
Pero la muerte, como el espíritu de la mujer, no responde fácilmente.
La muerte, como la mujer, acude cuando a ella le apetece, cuando le impulsa su deseo.
La muerte.
Salida final de los hombres. La última oportunidad cierta de reunirse con una mujer.

Todo lo noble y verdadero de este mundo es femenino.
La belleza.
La luz, la oscuridad.
La verdad.
La ciencia.
La filosofía, la sabiduría.
La vida.
La fuerza.
La ética.
La muerte.
Fuimos los hombres los que tuvimos que nombrar todas esas cosas para conocerlas y sentirlas. Cosas que las mujeres no necesitaban conocer ni comprender, puesto que ya formaban parte de ellas, puesto que fueron ellas las que cubrieron el mundo con lo que les brotó del corazón y de las manos.
Y los hombres, al nombrarlas, introdujimos dos cosas: la mentira y la imposibilidad de alcanzarlas.
Nos erigimos como maestros de algo ajeno a nosotros, que nunca nos perteneció y que jamás podríamos hacer nuestro. Lo peor de todo fue que nos creímos lo contrario.
Fuimos nosotros los que, al hablar, tergiversamos todo. Por eso todo lo engañoso y lo fantasioso de este mundo es masculino.
El poder.
El deber.
El hambre y el sexo.
El llanto.
El reflejo.
El amargor.
El duelo y el desafío.
El lenguaje.
Y, en la cúspide, el mayor engaño de todos, el amor.
Los poetas mienten y Pessoa lo escribió con fuego.
Pero aquí no se trata de qué es mejor, pues el competir también es masculino, y por tanto ladino y engañoso, aunque su acción (la competición) se disfrace de femenino. Ha llegado un punto, gracias al tiempo que todo lo mezcla, en que lo uno no se entiende sin lo otro. No se entiende el poder sin la ética ni tampoco la vida sin el llanto ni el amor sin la belleza.
Aquí de lo que se trata es de cómo morimos los hombres.

Elegí vivir el mundo como hombre. Imperfecto, infantil, inconstante, para así encontrar una mujer.
Lo más curioso es que los hombres nunca vemos que estamos habitados, antes que nada, por una mujer, y que lo más importante no es encontrarla, sino la mera búsqueda incompleta. Pues encontrar una mujer es la imposibilidad axiomática que se deriva de buscarla.
Si la buscas, te separas de la que te habita. Y, por tanto, ya no la encontrarás. Y así, paso a paso, los hombres inevitablemente nos acercamos a la muerte.

Lo cual no quiere decir que las mujeres no mueran.
Mueren, pero de otra forma. Más digna, más tierna. Más armónica.
Mientras el hombre muere cojo y agitado, la mujer suele morir con un ritmo tranquilo, con su propia cadencia.
Mientras el hombre muere aplastando hierba, derribando árboles, destruyendo el aire, la mujer suele morir abrazada a la naturaleza, creando vida en lugar de destrozarla.

Como si, en el momento de morir, la mujer se reuniera con una parte de sí misma, mientras que el hombre se enredara con el laberinto irresoluble del lenguaje.

Así muchos hombres mueren gritando.
Marcando con lágrimas alaridos que estremecen la espina dorsal del ser humano.
Esos hombres hacen de la rabia su escudo y su motivo de existencia, también por tanto, la justificación de su muerte.
Son los hombres que no entendieron ni aceptaron por qué decidieron vivir el mundo como hombres.
Son los hombres que se asustaron del reflejo que les devolvía el espejo de los ojos de los otros, y que no entendieron que el miedo de fuera era el suyo propio.
Son los hombres que no se vieron a sí mismos.

Otros hombres mueren hablando.
Contándose a sí mismos y a los demás su propia historia para hilvanar, tal vez por azar, un retazo de sentido.
Esos hombres hacen de los cuentos su verdad y de la muerte su tinta y su folio.
Son los hombres que tapan la soledad con sonidos, hombres que han dibujado una muleta imperfecta que acentúa su cojera a la par que parece atenuarla.
Son los hombres que pronuncian nombres con la esperanza de rascar un fragmento de inmortalidad en alguno de ellos sin conseguirlo nunca.
Son los hombres que se han creído su propia mentira.

Hay hombres que mueren susurrando.
Intercalando débiles gemidos en tenues palabras. Tocan el corazón y agitan el pecho de los que los rodean.
Esos hombres hacen de la brisa música triste y de los contraluces, cuadros bonitos. La muerte en ellos es un adagio temeroso.
Son los hombres que han entrevisto algo entre las sombras de las palabras y que se han dejado sembrar por lo que está oculto pero vivo.
Son los hombres que se han enamorado y se han sumergido en la música, pero que han perdido lo que encontraron porque en esos momentos había otros ideales más fuertes que seguir. Descubren que el brillo de esos ideales sólo era el reflejo de una falsa luz sobre el óxido que los cubría.
Son los hombres que se vieron pero que no lo creyeron.

Por último hay un puñado de hombres que mueren callados, en silencio.
Gritan con los ojos, hablan con las manos y susurran con su cuerpo.
Esos hombres hacen de la muerte comprensión y sus ojos siempre están mirando a una mujer, y sus manos están agarrando las de una mujer y su cuerpo está cerca del de una mujer.
Son los hombres que sólo mueven los labios para dar un beso.
Son los hombres que han entendido su elección de vida, su posición en el mundo.
Son los hombres que se han dejado marcar por lo que sustenta al lenguaje y que este no puede nunca pronunciar. De ahí su silencio, de ahí su serenidad.
Son los hombres que componen una sinfonía de su muerte, que inventan el ritmo y mueren con su propia cadencia. Por eso siempre se les encuentra a la vera de una mujer.
Son los hombres que no hablan más del amor, sino que lo actúan.
Son los hombres que nombran de nuevo al mundo, pues sólo del silencio nace el lenguaje.
Son los hombres que son capaces de abrazar la muerte, pues son los hombres que fueron capaces de abrazar a una mujer.

No hay comentarios: