domingo, 24 de junio de 2012

Sobre la destrucción traumática del sexo

Cuando ella me dijo esas palabras en ese momento, en esa situación, en ese contexto, algo de mí se rompió. Para siempre.
Algo de mí que estaba en una tensión extrema se partió para nunca jamás recomponerse.
Creo que fue justo ahí cuando debí haber muerto
Aún tengo en la mente la forma en que me miró, la forma en la que su boca se curvó sin tapujos para mostrar todo su desprecio.
Y sus palabras. Dios mío. Sus palabras.
No puedo describir la tortura, la quemazón, el aplastamiento de mi alma en esa pregunta perversa y retorcida, ni la desolación, el vacío, el yermo sangrante en que se convirtió mi pecho o la angustia desesperada que arañó mi garganta.
Imposible transmitirlo.
Digamos sólo que con esa pregunta, con esas palabras, me destrozó en esquirlas punzantes de cristal salado.
Tras años de intentar reconstruirme de nuevo, la línea de fractura se marca perfectamente bien en mi piel y soy plenamente consciente de que es aún más profunda por dentro. De todas formas jamás logré (ni lograré) unir todas las esquirlas, ya siempre estaré mellado, siempre.

Pero lo peor no fue eso. Lo peor fue que sólo me dejó rotura, trozos de lo que yo creía que era diseminados por mi mente, moribundos y náufragos; pedazos de lo que yo siempre quise ser imposibles de reutilizar de nuevo, inservibles e irrecuperables. Quemados. Matados.
No sólo destrozó lo que yo fui. No sólo destrozó sin posibilidad de recuperación lo que yo pude llegar a haber sido, sino que destrozó cualquier posibilidad, material o espiritual, de recomponer los pedazos.
Por eso camino roto. Más roto que el resto de los humanos porque soy consciente del momento en que me rompí.

Allí, en ese salón maldito de ese pueblo que siempre he odiado, con su gesto y su pregunta, ella me determinó.
Me abrió el camino de la soledad perpetua y constante y bloqueó todos los caminos que fueran diferentes de ese.
Mató mi posibilidad de amar con sinceridad y sin miedo, pues de alguna forma ella sabía que haciendo eso, diciendo eso, devoraría parte de mi espíritu y sólo dejaría el lugar congelado del temor al abandono, en vez del desafío de la curiosidad, sólo dejaría el vacío supurante del temor a transgredir el límite, en lugar de la aceptación de mi ser. Sólo dejaría la grieta sanguinolenta del temor a que volviera a amar precisamente porque llegaría el momento y el lugar en el que cruzaría el límite que sus palabras marcaron con mis lágrimas y la recordaría a ella. Recordaría ese momento y en lo que me convertí ahí.
Y no podría soportarlo.
Y no podría soportarlo.

Y la grandísima hija de puta tenía razón.
Siempre ha llegado ese momento después de ella.
Y siempre me ha vuelto a destrozar.
Cada vez pierdo más esquirlas.

Allí, con ella, sin los pantalones, con su mirada envenenada y sus palabras metálicas, interioricé de una forma en la que muy pocos lo han hecho cómo el sexo se da la mano con la muerte.
A partir de ese momento, mis pensamientos sobre el suicidio cobraron un peso diferente al que tenían. Se volvieron de hierro pesado, eran sierras socavando mi carne.
Fue cuando me di cuenta de cómo terminaría así.
Pero sólo con los destrozos que han sobrevenido después de ese, empiezo a perfilar el por qué.
Por qué acabaré matándome de forma violenta.
Por qué no podré amar sin sangrar odio, egoísmo, desprecio y perversión.
Por qué mi soledad me abraza y me congela cada vez más.
Por qué "Beyond the pale" me estremece el alma de los nervios cada vez que la escucho.
Por qué temo a las mujeres tanto como las deseo.

Ella me hizo medio hombre para siempre.
Me hizo sangrar con palabras, morir con palabras.
Y desde entonces todas las mujeres que se acercan a mí acaban muertas, dañadas u odiándome.
Porque soy incapaz de dar otra cosa.
Porque ya debería estar muerto.

Me escupiste esas palabras y me condenaste. Diez años después siguen frescas en mi mente y siguen destrozando mis relaciones.
Siguen asustando a las que se acercan a mí.
Me siguen desvelando por las noches.

Supongo que podré matarte de nuevo en el infierno cuando volvamos a vernos y pueda hacer sangrar a tu cadáver todo lo que tú has hecho sangrar a mi alma, si es que existe algo de justicia.
Pero sé que no.

Así que sólo te ríes y me esperas para volver a darme donde más duele.
Y pasar de medio hombre, a nada entera.

Hasta entonces, soledad, frío, desolación, tortura y deserción.

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